Los 1.217 millones de deuda que arrastra RTVV tras una pésima gestión económica desde que Eduardo Zaplana pusiese al frente de esta empresa pública a Juan José Bayona (allá por 1995) y a José Vicente Villaescusa (1996-2004) han sido la causa del cierre definitivo del único medio de comunicación de masas que ofertaba contenidos en valenciano; la excusa, sin embargo (¿cómo va a reconocer un político español, y mucho menos uno valenciano y de derechas, que lo han hecho tan mal que se han visto obligados a cerrar una televisión por su pésima gestión?), no han sido esos 1.200 millones de euros, sino la extraña manía que tienen los trabajadores de reclamar ante la justicia las injusticias impuestas por quienes se creen dueños y señores de su particular taifa autonómica: los responsables, según el Molt Honorable Alberto Fabra, son los 40 millones de euros que costaría readmitir a los trabajadores que fueron despedidos ilegalmente en un ERE que se quería cepillar a más del 60% de la plantilla.
Pero al margen del cierre en sí de esta televisión autonómica, el debate se ha ampliado a la necesidad o no de mantener la maraña de televisiones autonómicas públicas nacidas al albur del "
café para todos" de los felices años 80 del siglo pasado; al echar un vistazo al actual panorama televisivo podrían realizarse, no sin falta de razón, las afirmaciones que muchos españoles (unos de forma interesada y otros por mero convencimiento de que sería hoy la mejor opción) hacen sobre las televisiones públicas: deberían cerrarlas todas.
Este debate acerca de la necesidad o no de las televisiones públicas proviene de los círculos neoliberales, ideología predominante entre las clases dirigentes (en las actuales y en las pasadas, aunque antaño tuviera otra denominación): lo público requiere de impuestos, y quienes más tienen suelen tener poca predisposición a facilitar (por obligación, a través de la fiscalidad) la vida de quienes menos tienen. El argumento tiene su atractivo: si existe una oferta suficiente de televisiones privadas, ¿por qué hemos de destinar nuestros impuestos a tener otra televisión más, cuando podríamos destinarlos a sanidad, a pensiones o a educación?
Y si mirásemos al principal conglomerado audiovisual de titularidad pública del país (TVE), que arrastra una deuda de más de 7.500 millones de euros, podríamos coincidir plenamente con ese argumento: si bien TVE pudo tener su justificación hace unos años, hoy, con la entrada y la consolidación de las televisiones privadas, empieza a carecer de sentido y es un lastre para el bolsillo de los españoles (un lastre que se verá notablemente acrecentado con la absurda prohibición, fruto de las presiones de los medios de comunicación privados, de la principal fuente de financiación de una televisión, sea pública o privada: la publicidad; una medida que, en manos de quienes abogan por la privatización de todo lo público, acabará resultando, más pronto o más tarde, en la justificación perfecta para echar el cierre de TVE).
En definitiva, las cuestiones a dilucidar serían si una televisión pública como TVE nos aporta algo a los españoles que no puedan aportarnos las numerosas televisiones privadas que emiten en la actualidad y si merece la pena destinar una parte de nuestros impuestos a ese algo si la primera cuestión es afirmativa; en el caso de TVE, como en el de cualquier otra televisión pública, podríamos responder a la primera cuestión con el derecho a estar informados objetiva e imparcialmente, pero personajes como Urdaci y su C-C-O-O no nos ayudan lo más mínimo a sostener ese argumento: la opinión más generalizada, responda ésta a la realidad o no, es que TVE, como Canal 9 a nivel autonómico, se ha convertido en un instrumento de propaganda política al servicio del partido gobernante. Se nos caería así, de buenas a primeras y por la vía de los hechos, el argumento del derecho a una información objetiva e imparcial.
En una época de crisis como la actual, donde los problemas más acuciantes afectan incluso a la alimentación de los hijos de muchos españoles o a los servicios sanitarios, mentar la cultura, más allá de la que pueda adquirirse en los también afectados centros educativos del país, para argumentar a favor de la necesidad de una televisión pública tampoco resulta fácil: ¿a quién le importan los animales de la sabana africana, los pueblos españoles recónditos o la arquitectura románica si la cuesta de Enero llega hasta Diciembre, si los medicamentos para la tos no los cubre la sanidad pública o si las becas y ayudas al estudio están desapareciendo casi por completo? La cultura y el resto de información que no cubren las televisiones privadas ha dejado de ser, para muchos, un elemento de desarrollo personal e intelectual, pasando a convertirse en un gasto superfluo que podría destinarse a mejorar otros aspectos vitales mucho más prioritarios. Y tampoco aquí podemos hacer nada: si es cuestión de prioridades, la alimentación, la salud y la educación son, sin duda, mucho más importantes que conocer las formas de vida de los aborígenes australianos.
Llegados a esta encrucijada de la línea argumental, ya estamos perfectamente encaminados hacia la dirección privatizadora o liquidadora; no voy a extenderme en los errores argumentales cometidos hasta llegar a este punto, porque en el caso de las televisiones autonómicas (y de la valenciana en particular) hay un argumento que he omitido conscientemente (también lo hacen quienes aplauden el cierre o abogan por la privatización) y que, como se verá, es la principal razón de ser de algunas (no todas) de las televisiones autonómicas que estamos manteniendo en España. Pero sí voy a citar brevemente, aunque sólo sea para que cada cual reflexione hasta qué punto los tiene interiorizados, dos de esos errores argumentales que nos han llevado hasta este punto (considerar como secundario el derecho a una información objetiva e imparcial): falsas dicotomías y confusión malintencionada de términos.
Empezaré por este último error: para eliminar de la ecuación el derecho a la información objetiva e imparcial se opta por la vía del descrédito, confundiendo de forma consciente la gestión de un medio con la necesidad o no de mantenerlo. Es decir, que si un medio de comunicación se gestiona como se ha gestionado Canal 9 (que, por qué no decirlo claramente, ha perdido toda su objetividad y se ha decantado descaradamente hacia una parte), se llega a la conclusión de que ese medio ya no es necesario; se evita de esta forma poner en un aprieto a los gestores, que acaban considerándose una especie de héroes que han intentado mantener el medio a pesar de no ser necesario.
Las falsas dicotomías vienen por otra parte, pero acaban confluyendo en esa confusión malintencionada de los términos; sin una época de crisis como la actual, esas falsas dicotomías habrían provocado seguramente otra reacción muy distinta entre los otros medios de comunicación que ahora han aplaudido el cierre de Canal 9, pero la realidad española de 2013 es la que es y los medios de comunicación han reaccionado como han reaccionado. La elección entre sanidad o información, entre educación o información o entre pensiones e información, argüidas por quien ha decidido cerrar la televisión autonómica valenciana, ponen el derecho a la información en un nivel de inferioridad respecto a otros derechos; es un derecho secundario y, por lo tanto, hemos de elegir entre ese derecho y otros derechos primarios. En definitiva, estamos aceptando que la información objetiva e imparcial, en épocas de crisis económica, deja de ser fundamental para el ciudadano; o, para ser más claros, estamos aceptando que la ignorancia o la información sesgada nos van a ayudar a salir de la crisis.
Pero retomemos el camino (ya teníamos prácticamente decidida la dirección que debíamos tomar) y miremos hacia atrás antes de dar el último paso.
Las tres primeras televisiones autonómicas que emitieron en España fueron la vasca (1982), la catalana (1983) y la gallega (1985); después (a partir de 1989) llegarían todas las demás. Repitamos las tres primeras: vasca, catalana y gallega. Sí, coinciden en singularidades no cubiertas por la hasta entonces única televisión pública española: la oferta de contenidos emitidos en las otras lenguas oficiales de nuestro país.
La televisión autonómica vasca se creó "
como medio fundamental de cooperación con nuestro propio sistema educativo y de fomento y difusión de la cultura vasca, teniendo muy presente el fomento y desarrollo del euskera" (preámbulo de la
Ley 5/1982 del País Vasco) y para "
la promoción de la Cultura y lengua vasca, estableciendo a efectos de la utilización del euskera, los principios básicos de programación teniendo presente la necesidad de equilibrio a nivel de oferta global de emisiones radiotelevisivas en lengua vasca en la Comunidad Autónoma" (artículo 3.h de la misma Ley); a la televisión autonómica gallega se le encomendó "
la misión de servicio público consistente en la promoción, difusión e impulso de la lengua gallega" (artículo 1.1 de la
Ley 9/1984 de Galicia).
La emisión de contenidos en las otras lenguas oficiales de España sigue sin cubrirse hoy al margen de aquellas tres televisiones autonómicas públicas; hasta ahora, también Canal 9 suplía esa ausencia. Hay abierta una brecha (lo ha estado siempre) en la línea argumental que nos quiere llevar hasta la privatización o la desaparición de algunas televisiones públicas autonómicas: sigue sin existir esa cobertura por parte de la iniciativa privada. Pero los valencianos somos tan sumamente idiotas que vamos a aplaudir el cierre de Canal 9 y vamos a prohibir, con los mismos argumentos patéticos de siempre, que TV3 pueda emitir en nuestro territorio.
Como reza el título de esta entrada, los valencianos, todos unos artistas en el arte del "
mesinfotisme" (que traducido sería algo así como "
melarepamplismo"), vamos a tener por fin la televisión (y la lengua va a seguir sus mismos pasos) que nos merecemos: la que nos quieran otorgar las autoridades de la Meseta. Siempre que no sean, por supuesto, las mismas que tienen nuestros vecinos del norte.