Si quienes nos gobiernan se erigen en nuestros propios verdugos, ¿qué debemos esperar de estos administradores? ¿Qué podemos esperar de ellos, si es que podemos esperar algo?
El proceso irreversible de obrerización de las casi extintas clases medias del sur de Europa es la más amplia (por el número de ciudadanos afectados) demostración de que la actual política imperante practicada desde supuestas instituciones democráticas culpabiliza a los trabajadores de habernos llevado a esta crisis; cualquier derecho laboral adquirido durante el último siglo es susceptible, en esta nueva era, de ser calificado de privilegio inasumible. Desde las ocho horas laborales diarias (la nueva reforma laboral permite hasta 84 horas semanales -que son 12 horas al día- sin admitir la posibilidad de negarse a hacerlas manteniendo al mismo tiempo el empleo) hasta los incrementos salariales -único sustento económico del trabajador- pactados con los empleadores en los convenios laborales: todo se ha venido abajo en cuanto los abusos del poder financiero han destapado las miserias y las vergüenzas del corrupto poder político. El avaro poder financiero ha exigido al untado poder político su propio rescate: y las marionetas democráticas han legislado para quitarnos el sueldo, para quitarnos las casas, para quitarnos la educación y para quitarnos la salud y servírselos en bandeja de plata a nuestros verdaderos gobernantes.
Aunque irreversible, ese proceso aun está inacabado. Las clases medias del mundo desarrollado eran demasiado numerosas, absorbían demasiados recursos; en definitiva, había que reducir su número. El fantasioso desarrollo económico al que nos habían acostumbrado nuestros verdugos era una burda mentira: nos ofrecieron ser clases medias con innovadores productos que hacían la tarta cada vez más voluminosa, pero el producto real era siempre el mismo; y cuando comprobaron que el aire que contenía la tarta en su interior no saciaba su voraz apetito decidieron aplastarla y crear otra sólo para ellos. Aun nos llegan algunas migajas de la tarta aplastada, pero se están apresurando en limpiar los restos para que su nueva tarta pueda exhibirse brillante e impoluta.
Los novedosos criterios de los servicios de empleo madrileños para otorgar formación y ofertar empleos a quienes aun pueden llevarse algún resto de aquella tarta (es decir, a quienes aun mantienen alguna prestación por desempleo), descartando sistemáticamente de las ofertas de trabajo a los nuevos soldados de nuestro flamante y numeroso ejército industrial de reserva, no son más que la avanzadilla de la nueva (aunque ya predicha) era tenebrosa que nos espera.
«Nuestro tejido productivo requiere constantemente un ejército de reserva de trabajadores desempleados para las épocas de sobreproducción. El objetivo principal del empresario en relación con el trabajador es, por supuesto, obtener el factor trabajo con el menor costo posible, algo que sólo puede conseguirse cuando la oferta de este factor es mucho mayor que la necesaria para cubrir la demanda; es decir: al empresario le conviene que exista siempre un exceso de población dispuesta a trabajar. La superpoblación es, por lo tanto, un interés del empresariado; y para los trabajadores es un factor decisivo para mantener sus puestos de trabajo. Dado que el capital sólo aumenta cuando emplea trabajadores, el aumento del capital implica un aumento del proletariado y, como hemos visto, de acuerdo con la naturaleza de la relación entre el capital y el trabajo, el aumento del proletariado debe llevarse a cabo relativamente más rápido. Esta teoría también puede expresarse como una ley de la naturaleza: la población crece más rápido que los medios de subsistencia; esta afirmación es muy utilizada por los empleadores, ya que silencia su conciencia, la dureza de corazón se convierte en un deber moral y transforma los problemas de la sociedad en un problema de carácter meramente natural; además, les permite observar la destrucción del proletariado por el hambre con la misma naturalidad con la que se observaría cualquier otro evento natural, sin inmutarse lo más mínimo y, por otro lado, puede considerarse la miseria del proletariado como un castigo a su propia culpa».
Este texto, ligeramente adaptado a la terminología de nuestros tiempos, fue escrito en 1847 por Karl Marx. Si echamos la vista hacia las medidas de carácter laboral propuestas estos últimos años para salir de la crisis, comprobaremos que todas han ido en la misma dirección (incrementar ese ejército de reserva de trabajadores desempleados, facilitando el despido individual o el colectivo); y si estamos dispuestos a abrir los ojos al margen de prejuicios ideológicos, comprobaremos cómo los eufemismos utilizados al principio (la eterna y ambigua "flexibilización del mercado laboral") han ido dejando paso a otros eufemismos mucho más concretos y plenamente coincidentes con aquella teoría marxista: la "reducción de la masa salarial" (reducir el peso de los salarios en el conjunto de la economía), la "devaluación interna vía salarios" (reducir salarios antes que reducir beneficios) o el "incremento de la productividad por hora trabajada" (trabajar más cobrando menos). Jamás se han puesto en duda durante esta crisis la viabilidad de las empresas, los errores, las imprevisiones, las ocurrencias ilógicas o las decisiones temerarias de nuestros empresarios. Simplemente había que ayudarles, y qué mejor ayuda que eliminar de las ecuaciones de contabilidad de costes las rigideces que suponían la protección laboral: de 42 a 33, de 33 a 20 y de 20 a 0 han pasado los días de indemnización por despido (el colchón de cualquier trabajador ante la desaparición de su único sustento vital); la negativa a aceptar modificaciones sustanciales del contrato de trabajo (un pacto entre trabajador y empresario) pasan de despido improcedente a despido por causas económicas... Más soldados para el ejército que ayudará a continuar con la reducción de la masa salarial: cuantos más desempleados integren ese ejército, mayores serán las posibilidades de que los que aun trabajan acepten rebajas salariales o incrementos en las horas de trabajo por el mismo precio. La presión sobre los trabajadores acabará siendo un episodio de canibalismo puro y duro: las empresas, viables o no, temerarias o no, honestas o deshonestas, no necesitarán pactar salarios más bajos con sus trabajadores. Propondrán y se aceptarán sus condiciones bajo la amenaza de que otro trabajador -consciente o inconscientemente- se encargue de comerse los ingresos, la casa y la vida del trabajador díscolo. El obrero se encargará de castigar al obrero.
Pero el genocidio de las clases medias del sur de Europa no se limita a una mera cuestión cuantitativa; las medidas cuantitativas deben acompañarse de medidas cualitativas.
Entre éstas, se está produciendo un continuo goteo de modificaciones normativas o de interpretaciones restrictivas de las normas ya existentes, pero todas con un único fin: la desaparición de la protección social a los trabajadores. ¿Por qué? Muy simple: esa protección social impide que ese enorme ejército de reserva de trabajadores desempleados contribuya de forma efectiva a alcanzar el objetivo para el que ha sido creado, que no es otro que la reducción salarial de los trabajadores en activo. Y, además, lo impide por una doble vía: el parado no presiona lo suficiente a los trabajadores en activo y éstos aún no aceptan todas las modificaciones necesarias a la baja en sus condiciones laborales.
Las continuas restricciones que se están introduciendo para acceder al subsidio por desempleo a los mayores de 55 años (incluida la jubilación anticipada de forma forzosa a los 61 años) van a ser el pan nuestro (el de los mayores de 55 años y el de los menores de esa edad) de cada día durante los próximos años; conociendo la lógica de los desmanteladores del Estado de Bienestar que nos gobiernan, esa eliminación de la protección social del nuevo proletariado se adornará con una sustancial rebaja impositiva sobre las cotizaciones sociales, sobre todo de las que aportan las empresas, pero también (para generar un menor rechazo social) de las que aportan los propios obreros.
Y la lógica será aplastante: si ningún trabajador va a poder acceder a la protección social -llámese ésta por desempleo o por jubilación- que está pagando con parte de sus nóminas, va a resultar absurdo mantener las aportaciones a esa protección. Por lo tanto, la solución será eliminar esa imposición; las empresas (que verán reducidos sus costes laborales en hasta un 30%) aplaudirán la medida y los obreros (que verán cómo su nómina aumenta hasta un 6%) también. Eso sí, que nadie espere que en la normativa que elimine la protección social de los trabajadores se explique qué alternativas van a tener los obreros que pierdan su único sustento, porque no la encontrarán: el mercado (las aseguradoras, todas participadas por las entidades financieras) se encargará de otorgarnos las cartillas de racionamiento según sus propios criterios económicos. Siempre que el obrero pueda pagarse su seguro, por supuesto.
¿Y saben lo mejor? Que los obreros estaremos de acuerdo (y aunque no lo estemos, parecerá que sí lo estamos: quienes manifiesten su desacuerdo serán voces aisladas sin representatividad alguna, nazis, radicales y terroristas... o sindicalistas liberados elegidos... por nazis, radicales y terroristas). Y quienes nos gobiernan lo saben.
Entre éstas, se está produciendo un continuo goteo de modificaciones normativas o de interpretaciones restrictivas de las normas ya existentes, pero todas con un único fin: la desaparición de la protección social a los trabajadores. ¿Por qué? Muy simple: esa protección social impide que ese enorme ejército de reserva de trabajadores desempleados contribuya de forma efectiva a alcanzar el objetivo para el que ha sido creado, que no es otro que la reducción salarial de los trabajadores en activo. Y, además, lo impide por una doble vía: el parado no presiona lo suficiente a los trabajadores en activo y éstos aún no aceptan todas las modificaciones necesarias a la baja en sus condiciones laborales.
Las continuas restricciones que se están introduciendo para acceder al subsidio por desempleo a los mayores de 55 años (incluida la jubilación anticipada de forma forzosa a los 61 años) van a ser el pan nuestro (el de los mayores de 55 años y el de los menores de esa edad) de cada día durante los próximos años; conociendo la lógica de los desmanteladores del Estado de Bienestar que nos gobiernan, esa eliminación de la protección social del nuevo proletariado se adornará con una sustancial rebaja impositiva sobre las cotizaciones sociales, sobre todo de las que aportan las empresas, pero también (para generar un menor rechazo social) de las que aportan los propios obreros.
Y la lógica será aplastante: si ningún trabajador va a poder acceder a la protección social -llámese ésta por desempleo o por jubilación- que está pagando con parte de sus nóminas, va a resultar absurdo mantener las aportaciones a esa protección. Por lo tanto, la solución será eliminar esa imposición; las empresas (que verán reducidos sus costes laborales en hasta un 30%) aplaudirán la medida y los obreros (que verán cómo su nómina aumenta hasta un 6%) también. Eso sí, que nadie espere que en la normativa que elimine la protección social de los trabajadores se explique qué alternativas van a tener los obreros que pierdan su único sustento, porque no la encontrarán: el mercado (las aseguradoras, todas participadas por las entidades financieras) se encargará de otorgarnos las cartillas de racionamiento según sus propios criterios económicos. Siempre que el obrero pueda pagarse su seguro, por supuesto.
¿Y saben lo mejor? Que los obreros estaremos de acuerdo (y aunque no lo estemos, parecerá que sí lo estamos: quienes manifiesten su desacuerdo serán voces aisladas sin representatividad alguna, nazis, radicales y terroristas... o sindicalistas liberados elegidos... por nazis, radicales y terroristas). Y quienes nos gobiernan lo saben.
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