España se rompe, si no está rota ya. Esta vez sí, pero no por los independentistas catalanes, sino por la crisis. Y no por la crisis económica (que ha ayudado al aumento de la conflictividad social), sino por la crisis ética generalizada. Y no sólo por la crisis ética de los políticos (que también), sino por la deriva que lleva tomando todo el sistema socioeconómico en el que hemos vivido durante largos años y que ha conseguido modificar y distorsionar nuestra percepción de la realidad, adaptándola a criterios estrictamente económicos. Y no sólo se rompe España, sino que también se rompe Europa, donde los socios parecen más enemigos que socios.
Nuestro presidente (Mariano Rajoy Brey, gallego y ex-Ministro del Interior como Manuel Fraga Iribarne) tuvo palabras de agradecimiento hacia los ciudadanos que no se manifestaron el 25-S (ni el 11-S, ni el 15-S, ni el 29-M, ni el 15-M…); a nuestro presidente le gustan la tranquilidad en las calles, la paz social… los ciudadanos-borrego: aquéllos que se toman unas cervezas con los amigos en el bar mientras cuentan (en la intimidad) cómo les han bajado el sueldo gracias a la abolición expresa de los convenios colectivos que permite la reforma laboral de nuestro presidente, a la vez que expresan su preocupación (en la intimidad) porque a su pareja la han echado a la calle al aplicarle uno de los nuevos expedientes de regulación de empleo de los permitidos en esa reforma laboral que iba a solucionar el problema del paro español, y que al acabar la charla con sus amigos se van a casa a compartir las penas con la abuela que les está pagando la hipoteca de una casa que ya no utilizan para no malgastar luz ni agua.
A nuestro presidente le gustan esos ciudadanos-borrego que tan pronto se aferran a la Constitución para evitar el aprendizaje de una lengua oficial que no es la suya como justifican la vulneración de la legislación por parte de unos agentes de la autoridad que, en cuanto se ponen el casco y la porra, esconden su obligatoria identificación para no ser castigados ante los más que evidentes abusos de poder grabados y publicados por testigos presenciales a quienes, por si fuera poco, se ignora reiteradamente en sede judicial para evitar que los delincuentes inidentificables puedan ser debidamente castigados.
Y como a nuestro presidente le gustan esos ciudadanos-borrego que agachan la cabeza o miran hacia los catalanes cuando sus medidas políticas no sólo no marchan bien, sino que arruinan económicamente y anulan socialmente a los ciudadanos, sean borregos o no, todas las instituciones parecen haber tomado buena nota de los dictatoriales gustos presidenciales y no han tardado en darle una agradable sorpresa al paisano de Manuel Fraga Iribarne: prohibir que los ciudadanos díscolos se descarríen del rebaño.
Primero fue la Secretaria General del PP, María Dolores de Cospedal, con la inestimable ayuda de la caverna mediática, la que acusó de golpistas a miles (6.000 según la Delegación del Gobierno en Madrid, 900.000 si comparamos las fotografías con otros actos organizados por las instituciones) de ciudadanos díscolos y desarmados hartos de que sus impuestos (un 50% –el IRPF y el IVA– más altos hoy que en 2010) vayan a parar íntegros a rescatar cajas de ahorros y bancos que manejaron a su antojo los enchufados de turno impuestos a dedo por quienes estaban al frente de este país de pandereta.
La maquinaria del Estado al completo inició, en público a través de la Delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, pero en paralelo y bajo secreto sumarial también a través de la Audiencia Nacional, la ofensiva definitiva para acabar con el derecho de manifestación y de reunión de los ciudadanos díscolos al considerar que la actual regulación es excesivamente permisiva, por lo que se hace imprescindible limitarla (el eufemismo elegido fue “modularla”, que según el Diccionario de la RAE sería “modificar los factores que intervienen en un proceso para obtener distintos resultados”). Así, al tiempo que se hacía pública la persecución y el intento de aterrorizar (bajo amenaza de ser acusados de atentar contra las altas instituciones del Estado, con penas de hasta 5 años de cárcel) a los organizadores y financiadores de la manifestación del 25-S, el nuevo presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, respaldaba esa misma limitación al derecho de manifestación, y en el mismo sentido se manifestaría incluso el Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce.
El derecho de manifestación, sobradamente modulado tanto por el Tribunal Constitucional como por el Tribunal Supremo, está en peligro. Y los ciudadanos-borrego que quiere nuestro presidente (y que ya tuvo Manuel Fraga Iribarne aplicando las mismas técnicas de violencia institucional y de terrorismo estatal) están de acuerdo en eliminarlo. Es cosa del siglo XIX, dicen. En el siglo XXI triunfa el silencio como forma de protesta ciudadana: las mayorías siempre son silenciosas, dicen. Será que el vasallaje y la esclavitud de la Edad Media vuelven a estar de moda. ¿O será el ganado ovino lo que se lleva hoy?
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