Es muy complicado hoy encontrar a una persona conservadora que acepte que lo es; los conservadores siempre han tendido, en las sociedades abiertas y democráticas, a ocultar su ideología ególatra; hace un tiempo se delataban cuando decían que no eran ni de derechas ni de izquierdas, pero ahora esa fórmula se ha extendido también entre otros renegados (los progresistas que no quieren ser confundidos con los antisistema o con el comunismo leninista), por lo que, aun cuando estemos en cualquier caso ante un renegado, no podemos asegurar sin más hacia qué lado carga. Pero centrémonos en los renegados conservadores, los que cargan hacia la derecha o muy hacia la derecha...
Resulta curioso discutir con uno de estos renegados porque tiende compulsivamente a tildarte de conservador (o hasta de fascista, pero eso con otros argumentos); hasta cierto punto, te hace gracia, porque tiene lógica: en una época en la cual la única política vigente y previsible consiste en la austeridad y en los recortes de derechos, defender los derechos laborales alcanzados a lo largo de dos siglos es intentar conservarlos, por lo que, efectivamente, eres semánticamente conservador. Sin embargo, el interlocutor renegado no lo entiende como un concepto lingüísticamente lógico, sino como un concepto plenamente ideológico: el progresista es él (quiere cambiar la sociedad tal y como la conocemos, quiere hacerla progresar), por lo que tú, que te opones a ese progreso, eres el conservador.
Esta perversión del lenguaje (retrotraer los derechos laborales a los existentes hace 30, 50 ó 100 años no es progresar, por mucha lógica que se le quiera aplicar a la semántica) es muy común entre los conservadores renegados, conscientes de que las políticas de privilegios hacia las minorías pudientes como medida de progreso de un territorio es la forma en la que se organizaban las sociedades feudales, cuya principal preocupación era disponer del mayor número de vasallos o de esclavos para progresar más que el señor feudal de al lado, limitándose todo progreso social (de la sociedad) a la mayor seguridad que podía otorgarles el señor a sus vasallos; así pues, para evitar las acusaciones de pensar única y exclusivamente en sí mismos (como hacían los señores feudales, los aristócratas y los cortesanos en la Edad Media), los conservadores han decidido renegar de sus principios ideológicos y, pervirtiendo el lenguaje, autoproclamarse grandes progresistas.
Por supuesto, semánticamente podemos darles la razón: los conservadores buscan el progreso económico, que se consigue otorgando facilidades, privilegios y derechos a las empresas (o a los emprendedores, como les gusta decir ahora a los neoliberales) y a las clases capitalistas (que pueden destinar su dinero a la creación de empresas), y éstas se encargarán de traer el progreso al resto de la sociedad; es decir, que el progreso económico de la minoría traerá por sí solo el progreso social de la mayoría. Obviamente, para conseguir que esto sea una realidad, la mayoría ha de renunciar a gran parte de sus derechos (que no son tenidos como tales, sino como privilegios otorgados temporalmente por las clases dirigentes) para que la minoría tenga plena capacidad para destinar todos sus recursos (y los de los demás) al progreso económico (a su progreso económico) para que, una vez saciados de beneficios, éstos repercutan en la mayoría. Efectivamente, es la teoría que dio lugar a aquel capitalismo que explotaba incluso a los niños, cuyos únicos derechos consistían en poder dar las gracias al emprendedor que le dejaba trabajar a cambio de ahorrarle su comida a su familia. "Pero la explotación infantil no se puede dar hoy, porque tenemos leyes que los protegen", dirán algunos; sí, cierto: igual que existían leyes que protegían la explotación laboral y que no permitían trabajar 84 horas semanales ó 132 horas en once días consecutivos, algo derogado por la actual reforma laboral cuando la empresa pueda demostrar (a través de su propia contabilidad, sin controles externos de ningún tipo) circunstancias económicas negativas. Todo por el progreso económico.
Los conservadores renegados (a quienes les da vergüenza aceptar públicamente que en esta vida les guía única y exclusivamente su avaricia económica) no dudarán en poner a Estados Unidos o al Reino Unido como ejemplos a seguir en estas teorías del progreso económico como fuente del progreso social; no cabe duda que ambos países son dos potencias económicas, por lo que también aquí deberemos darles la razón: las teorías neoliberales consiguen que las economías progresen más que bajo otras ideologías. Ahora bien, los ejemplos de progreso social generado por el progreso económico que conocen estos renegados (o al menos los que transmiten en público) son los de las grandes fotografías que podemos observar en pleno centro de la City londinense o en los alrededores de Wall Street, no de las otras que ponen de manifiesto (como los datos sobre pobreza de estos dos países símbolos del capitalismo) que el progreso social no llega por sí solo con el progreso económico de las minorías capitalistas (y por eso existen suburbios cada vez más amplios de excluidos sociales en ambas ciudades o diferencias cada vez más escandalosas entre el nivel de vida de las minorías capitalistas y el de la mayoría de la población).
Pero para comprobar los efectos reales del progreso económico de las minorías como fuente de progreso social de las mayorías no hay nada como acudir a los ejemplos de países cuya sociedad ha estado siempre inmersa en la pobreza (los países del tercer mundo o en vías de desarrollo); la adopción de medidas neoliberales en estos países ha sido siempre unánimemente aplaudida por estos conservadores renegados como un primer paso para el progreso social y la consiguiente salida de la pobreza de la mayoría social. Todos ellos han fracasado.
Al aplicar esas teorías neoliberales del progreso económico a la realidad nos encontramos con una completa ausencia de plazos en los que, supuestamente, debería trasladarse la riqueza sobrante de la minoría al progreso social de la mayoría; esto significa que las minorías capitalistas no tienen plazos para saciar su avaricia de beneficios y las mayorías pobres no tienen perspectivas temporales para disfrutar de una parte del maná capitalista. Fue el caso, por ejemplo, del Zimbabwe de Mugabe (ver este artículo en el diario Expansión publicado en 1999): se aplaudió que el 90% de la formación bruta de capital fuese de carácter privado (comparándolo con el 44% de Kenya), que el PIB per cápita doblara al de otros países de su entorno (al de Kenya, por ejemplo) y otras muchas cifras macroeconómicas comparadas (teléfonos por habitante, ordenadores por habitante... siempre en comparación con Kenya). En definitiva (concluía el artículo publicado en Expansión a modo de dogma): "Estos hechos prueban que los africanos son capaces de mejorar sus vidas si se da vía libre a la iniciativa privada y a la economía de mercado". Pero, ¿cuál era la realidad social de aquel país africano, aplicado discípulo desde 1991 de aquel progreso económico que había de traer por sí solo el progreso social?
La riqueza de Zimbabwe provenía en 1999 (año de los aplausos neoliberales a aquel país), principalmente, de los cultivos de maíz, de soja y de tabaco; aquella tierra cultivada estaba en manos de unos 4.000 terratenientes ingleses (la población de Zimbabwe es de 12 millones de personas). Por contra, más de la mitad de la población de aquel ejemplo de país capitalista necesitaba en 1999 ayuda alimentaria que proveían las organizaciones humanitarias, mientras que las tasas para acceder a la enseñanza impedían el acceso a la misma a la mayoría de la población; ¿saben ustedes algo de Zimbabwe desde que apareciese como ejemplo de lo que habían de hacer el resto de países africanos? Tranquilos, que se lo explico.
Al año siguiente de aquel aplauso generalizado entre los teóricos del progreso económico como fuente del progreso social se tuvo que ordenar la expulsión de los terratenientes coloniales porque la riqueza generada por estos no repercutía en mejoras para la población (qué extraño, ¿verdad?) y se realizó una redistribución de la tierra a través de la reforma agraria aprobada en 1991; sin embargo, el gobierno de Mugabe no retomó las políticas socialistas que había abandonado en 1991, sino que siguió abrazado a las enseñanzas capitalistas que le aplaudían los grandes países desarrollados u organismos como el FMI. La ONU tuvo que advertirle de que debían eliminarse las tasas para el acceso a la enseñanza, único progreso social que se ha producido desde entonces a esta parte (están escolarizados hoy más del 90% de los niños en edad escolar); el resto de datos macroeconómicos han ido decayendo debido a las crisis típicas de los desajustes cíclicos del capitalismo, de forma que hoy el PIB per cápita de Zimbabwe está un 30% por debajo del de Kenya, la inflación ha llegado a suponer más de un 150.000% (el punto corresponde al separador de miles, no al separador de decimales), su moneda ha sido sustituida por el dólar estadounidense, el paro afecta al 80% de sus habitantes... Los datos sociales (los que afectan a la mayoría de la población) son completamente desastrosos: la esperanza de vida ha bajado desde los 39 a los 36 años, el IDH (Índice de Desarrollo Humano) está 30 puestos por debajo de Kenya, la mortalidad infantil hasta los 10 años es del 65%, los infectados por SIDA suponen el 30% de los adultos... Lo que se dice un paraíso de progreso social, vamos.
Pero el capitalismo, como los conservadores renegados que lo adulan como ideología, olvida muy rápido a los aplicados discípulos a quienes una coyuntura puntual les hizo merecedores de todo tipo de elogios por las cifras macroeconómicas que esgrimían al mundo a tutiplén; tan repentinas son las apariciones en la prensa económica ante cifras coyunturales milagrosas como las desapariciones en esa misma prensa en cuanto las cifras empiezan a torcerse. Eso sí, la responsabilidad de los desastres sociales en los países que abrazan la ideología neoliberal son siempre ajenos a la propia ideología; sólo las otras ideologías pueden causar desastres sociales: el neoliberalismo económico debe ser entendido siempre como una ciencia exacta, por lo que no puede provocar desastre social alguno. Son la corrupción o las prácticas intervencionistas las que desvían a los discípulos hacia políticas que llevan al desastre social; como si el neoliberalismo eliminase la corrupción, o como si las prácticas intervencionistas no se aplicaran para contrarrestar el nulo progreso social que provoca el milagroso progreso económico de las minorías capitalistas.
Así pues, ante los flagrantes fracasos para traer el progreso social a las mayorías, no es de extrañar que los conservadores (y la derecha en general, que suele abrazar sin demasiados paliativos el elitismo y la egolatría infinita del neoliberalismo económico de las minorías) renieguen de sí mismos para autoerigirse en los nuevos progresistas del siglo XXI; al fin y al cabo, semánticamente lo son. Eso sí, que nadie espere que su progreso económico nos traiga progreso social, porque lo que vivimos hoy en España (la debacle del milagro español, como el de Zimbabwe, como el irlandés o como el estadounidense, milagros basados en la explotación laboral o en el colonialismo -en el caso de Zimbabwe-, en la creación artificial de burbujas económicas y especulativas o en la sustitución de la repercusión de los beneficios capitalistas en la sociedad por productos financieros generadores de endeudamiento -lo que estamos viviendo hoy, consecuencia directa de no haber repercutido los beneficios societarios, a través del incremento salarial o del sistema fiscal, en el progreso social, sustituyéndose por la creación de crédito al consumo-) es lo mismo que han vivido todos los países que han confiado en el progreso económico de las minorías para alcanzar el progreso social de la mayoría: las grandes cifras macroeconómicas han resultado ser un completo espejismo, un progreso económico que ha hipotecado el progreso social de varias generaciones.
Pero ahora los progresistas son los conservadores renegados y los conservadores somos los que no queremos perder los derechos adquiridos durante la etapa en la que el progreso económico sació de beneficios a las minorías que habían de traernos el progreso social.
Y para cerrar esta entrada, no quisiera dejarme en el tintero el recurso al fascismo que utilizan asiduamente estos renegados, tal y como ya he mencionado al principio. La cuestión es bien simple: imponer las condiciones de las minorías al resto de la sociedad es fascismo en estado puro (nótese la contradicción con la teoría del progreso económico de las minorías); ese recurso fácil al fascismo es el argumento preferido contra las políticas de igualdad (habitualmente destinadas a contrarrestar la posición desfavorable de algunas capas sociales, normalmente minoritarias y discriminadas por las más variopintas razones), unas políticas que resultan incomprensibles e injustificables para quienes tienen una concepción clasista y elitista de la sociedad: así, son fascistas las políticas de igualdad de la mujer (ha surgido incluso el término feminazismo para referirse a dichas políticas porque, dicen, buscan la destrucción del varón), son fascistas las políticas lingüísticas de apoyo a las lenguas minoritarias (porque vulneran los derechos de los castellanoparlantes, cuya lengua, sorprendentemente, han de aprender obligatoriamente los no castellanoparlantes)...
¿Y cómo se puede llegar a la conclusión de que las políticas de igualdad son fascistas? Pues por la misma razón por la que el progreso económico de las minorías debe traer, por arte de birlibirloque, el progreso y el bienestar social de las mayorías: porque las élites capitalistas, las clases pudientes, las capas emprendedoras de la sociedad, lo son por derecho propio, mientras que las mayorías sociales deben ser guiadas por el buen camino que marquen aquéllas y deben tomar conciencia de su inferioridad natural y de los errores a los que les llevan los líderes populistas y demagogos que hablan de las masas como algo dotado de la misma inteligencia que las élites. Al fin y al cabo, las desigualdades, las discriminaciones y la selección natural son algo innato en el ser humano, por lo que su erradicación sería antinatural, y mantenerse en esas circunstancias es única y exclusivamente responsabilidad de las personas vagas y poco dadas al esfuerzo personal.
Como es obvio, los renegados conservadores jamás reconocerán que piensan así, porque esa forma de pensar no tiene buena imagen; prefieren empobrecer, analfabetizar, indignificar a las mayorías sociales mediante políticas de recortes de derechos para que éstas se dediquen a su propia supervivencia. Una vez conseguido ese objetivo, la vía estará libre para evitar redistribuciones de la riqueza que sólo perjudican al progreso económico de las minorías.
Me ha encantado
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