Albert Esplugas, miembro fundador del ultraliberal Instituto Juan de Mariana, publicó hace unas semanas un artículo en Libertad Digital bajo el título A favor del despido libre.
El planteamiento argumental de Albert Esplugas versaba entorno a una supuesta menor remuneración del trabajador debido al actual proteccionismo estatal, que impone al empresario una indemnización por despido (entre otras regulaciones) que éste repercute directamente en el salario de sus empleados, disminuyéndolo en las mismas unidades monetarias en las que esté establecida esa indemnización; por seguir su mismo ejemplo, si a un trabajador le correspondería percibir 18 unidades de salario, el hecho de establecerse una indemnización por despido de 8 unidades hace que el empresario sólo pague al trabajador 10 unidades, en previsión de las 8 unidades que va a tener que pagar en el momento de un teórico despido de su empleado.
La propuesta realizada por Albert Esplugas era la abolición de esa indemnización obligatoria para que cada trabajador pueda pactar directamente con el empresario su salario, optando por percibir esas 8 unidades al final de su contrato o percibirlas dentro de su salario normal; la base económica de dicha propuesta viene dada por la ley de la oferta y la demanda, que aplicada al trabajador vendría a decir que si el coste laboral total del empresario es de 18 unidades, ese es el precio efectivo (el precio de equilibrio) que está dispuesto a pagar el empresario por ese puesto de trabajo, haya indemnización obligatoria o no.
Según el autor del artículo, esa reducción en los costes laborales del empresario repercutiría a corto plazo en la demanda de trabajadores (a menor coste, mayor demanda), lo que podría paliar el incremento en las cifras actuales de paro; a más largo plazo, ese menor coste se volvería a equilibrar a través del incremento proporcional del salario.
En un comentario que remití en contestación a ese reequilibrio al alza del salario advertí a su autor que eliminar un coste empresarial de 8 unidades monetarias va a dejar el salario real percibido por el trabajador en las 10 unidades que percibe en la actualidad, por la misma razón por la que una empresa no pagaría 18 unidades a un proveedor si encuentra a otro proveedor que le ofrezca el mismo producto por 10 unidades; además, dada la escasa capacidad de negociación de un trabajador frente a una empresa (pues el trabajador no puede recurrir a las economías de escala para reducir el coste del producto que oferta, que es su trabajo), la única consecuencia previsible ante una ausencia completa de regulación estatal en materia laboral sería la reducción salarial a niveles mínimos, quedando reservada esa negociación contractual propuesta por Albert Esplugas a trabajadores con una alta especialización (que sí pueden llegar a tener cierta capacidad de negociación frente al empresario).
Lo cierto es que, como me advirtió el autor en otro artículo de su bitácora titulado La ley de hierro de los salarios, reeditada, esa reducción salarial a la que aludía es una teoría económica que aprovechó el marxismo para pronosticar, dentro del capitalismo, una constante reducción de los salarios de los trabajadores hasta los mínimos de subsistencia; pero esa parte de mi respuesta, que es la que ha tomado Albert Esplugas para contestar a mi comentario, no es la fundamental de mi crítica. Ya habrá tiempo, no obstante, para hablar de si esa teoría económica ha sido efectivamente refutada o no, como se ufanan en afirmar los economistas ultraliberales.
Lo fundamental de mi crítica, como amplié en otro comentario en la bitácora del autor, es que esa reducción de costes laborales es un obvio beneficio para el empresario, pero es un perjuicio para el trabajador en todos los aspectos (percepciones monetarias, estabilidad laboral y paro).
En primer lugar, la reducción de costes repercute en el beneficio empresarial, que tiene otros destinos preferentes antes que el incremento de los salarios de los trabajadores. Una reducción de los costes laborales en 8 unidades incrementa automáticamente los beneficios empresariales en esas 8 unidades; de esas 8 unidades, al menos 2 irán a parar al fisco, quedando a la libre disposición de la empresa las 6 restantes. El empresario podrá decidir si esas 6 unidades las destina a incrementar la retribución de los accionistas (mediante un reparto de dividendos), si las utiliza en la provisión de nuevas inversiones o si hace ambas cosas a la vez; sólo cuando la satisfacción de los socios y la expansión de la empresa estén aseguradas pasarán al salario de los trabajadores parte de esas 6 unidades. Si el trabajador podía percibir 18 unidades (por la nómina y por la indemnización en el momento del despido) y va a pasar a percibir un máximo de 16, su percepción monetaria disminuirá en todo caso entre 2 y 8 unidades. El perjuicio es monetario y el perjudicado el trabajador.
En segundo lugar, podría argüirse que la eliminación de las indemnizaciones por despido conllevaría un mayor número de contrataciones de carácter indefinido; sin embargo, lejos de tratarse de una mejora en la estabilidad laboral del trabajador, la consecuencia real es la conversión de todos los contratos en temporales, dado que la empresa podrá realizar un contrato indefinido tanto a un trabajador que sólo necesite para dos semanas como a un trabajador que necesite para dos años. Así, la estabilidad laboral seguiría siendo nula para quienes ahora tienen un contrato temporal y pasaría a ser también nula para quienes ahora tienen un contrato indefinido. El perjuicio es la estabilidad laboral y el perjudicado el trabajador.
Me referiré, finalmente, a los supuestos efectos beneficiosos inmediatos en las cifras de paro. La existencia de una indemnización por despido, lejos de suponer un incremento en la rigidez del mercado laboral español, queda contrarrestada a través de la contratación masiva de trabajadores temporales (con indemnizaciones por despido nulas o muy reducidas); adicionalmente, esas indemnizaciones por despido se ven reducidas a menos de la mitad si se recurre a los expedientes de regulación de empleo. Ante una crisis económica como la actual, la exposición a engrosar las cifras de paro afecta primero a los trabajadores temporales (el 27,9% de los trabajadores asalariados en 2008 frente al 33,8% en 2005, una disminución de 5,9 puntos entre ambos años) y después a los trabajadores indefinidos; el aumento del paro en 5,2 puntos en ese mismo período de tiempo nos indica una clara relación entre ambas cifras, por lo que podemos asegurar que las empresas están utilizando los contratos temporales para reajustar sus costes laborales. Este reajuste a través de los contratos temporales indica que las empresas disponen de mecanismos (y los utilizan) para sortear esa teórica rigidez del mercado laboral español, por lo que la existencia de indemnizaciones por despido elevadas en los contratos indefinidos no tiene efecto (o lo tiene muy reducido) en la flexibilidad laboral y, por lo tanto, tampoco en las cifras de paro. Además, el efecto inmediato de la eliminación de esas 8 unidades como garantía ante una eventual pérdida del puesto de trabajo sería el reajuste del gasto (a la baja, para compensar mediante el ahorro dicha garantía) por parte de los trabajadores; en la actual situación, una mayor disminución del consumo conllevaría un agravamiento aun mayor de la crisis y, como consecuencia, un mayor incremento del paro. El perjuicio es la disminución del consumo y los perjudicados serían, en este caso, tanto el empresario como el trabajador.
Por lo tanto, los efectos a corto plazo de instaurar el despido libre serían la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores, la degradación de la estabilidad laboral y la disminución del consumo, todos ellos efectos que agravarían aun más si cabe la delicada situación del consumo interno, lo que, lejos de mejorar las cifras de paro, las agravaría aun más.