Pueden ir bautizando a cada tramo de 10 ó 15 años con un nombre de generación distinto (la generación “hippy”, la generación del “baby boom”, la generación “X”, la generación “ni-ni”…), pero lo cierto es que esta generación tiene otra característica de mucho más calado humano y social que las características cuantitativas utilizadas para ir bautizando cada década a unos jóvenes que fumaron muchos porros, que tuvieron muchos niños, que no se sabe lo que tuvieron o que, finalmente (la “ni-ni”), ya no tienen nada.
Desde que el sociólogo izquierdista norteamericano Daniel Bell escribiese en 1960 "El fin de las ideologías”, muchas de las anteriores teorías críticas con la ideologización de las sociedades resurgieron de nuevo; aunque con criterios distintos (Daniel Bell afirmó inicialmente que las ideologías estaban cediendo ante la implantación universal de la democracia y de la economía de mercado, aunque poco a poco fue deviniendo en detractor de la lucha de clases y en defensor de la meritocracia), las antiguas ideologías políticas como el nacionalismo integral de Charles Maurras (desarrollado y adaptado posteriormente por otros autores como Gustave Thibon) tomaron fuerza entre los conservadores, deviniendo en la base del actual liberalismo que, siguiendo con esa evolución de las teorías sobre la desideologización de la sociedad, tendría su culmen en Francis Fukuyama y su libro “El fin de la Historia y el último hombre”.
Para hacernos una idea rápida y aproximada de cómo se fue teorizando sobre ese fin de las ideologías y hacia dónde se pretendía desviar el razonamiento humano para sustituir esa ideologización de la sociedad, podemos consultar la transcripción íntegra (son 14 páginas) de una conferencia que realizó el citado Gustave Thibon en 1981 bajo el título “La muerte de las ideologías”.
Cincuenta años después de Daniel Bell podemos asegurar que todas las generaciones occidentales desde entonces comparten algo en común: son la generación de la despolitización, de la desideologización.
Efectivamente, hoy la política ha devenido en una especie de sector económico propio, una actividad destinada a gestionar las variables macroeconómicas y cuyos dirigentes son profesionales especializados en esa actividad (tecnócratas); la política como medio para cambiar las sociedades se ha reducido a minorías sin posibilidad de acceder a los gobiernos, limitándose todo a la mera gestión administrativa de los recursos disponibles en cada país y siempre teniendo en cuenta los intereses (y las exigencias) de otros organismos creados por los grandes grupos financieros y económicos de una economía globalizada que traspasa las tradicionales fronteras entre naciones. En definitiva, la política se ha convertido en una especie de mera adaptación técnica de la legislación a las teorías económicas.
Pero no es, como suele pensarse en demasiadas ocasiones, la política la que ha llevado a la desideologización de las sociedades occidentales, sino al contrario; de todos los autores citados, sólo Francis Fukuyama (que, además, ha renunciado a sus propios postulados: «El neoconservadurismo ha evolucionado en algo que ya no puedo apoyar», dijo en el New York Times Magazine en 2006) es posterior a la caída del comunismo ruso. Todos los demás autores pretendían, de una forma u otra, que la política se convirtiese en lo que se ha acabado convirtiendo, desviando la ideología política hacia otras esferas más o menos abstractas (como la religión, la cultura o la ciencia, dependiendo de cada corriente liberal) y, por lo tanto, sacando de la esfera social (y, sobre todo, económica) la conflictividad ideológica.
Así, el nacionalismo integral de Charles Maurras pretendía crear una sociedad jerarquizada, al margen de la democracia, dirigida por élites elegidas por una especie de monarca o caudillo en el que recaería todo el poder; posteriormente, autores continuistas de esta corriente, como Gustave Thibon, compensarían la necesidad de pensamiento crítico inherente al ser humano con un acercamiento hacia la religión como principal y casi única respuesta a las preocupaciones sociales. Este elitismo, convertido en meritocracia primero y en pura individualidad después, es el mismo que Daniel Bell fue desarrollando tras su obra más conocida, explicando las sociedades en base a dos aspectos complementarios: en la vida rutinaria primarían la eficiencia, la racionalidad funcional y la organización de la producción y, como vía de escape, esas personas eficientes, racionales y organizadas para producir utilizarían la cultura, cada vez más promiscua, más pródiga, más irracional y más hedonista.
Como vemos, la desideologización social (y el déficit de pensamiento crítico que vendría aparejado) pretendía ser sustituida por abstracciones como la religión o la cultura; posteriormente, Francis Fukuyama introduciría la ciencia como remedio a ese déficit de pensamiento crítico aparejado a la desideologización de la sociedad.
A día de hoy, las distintas ramas del neoliberalismo siguen manteniendo esa sustitución de las ideologías como forma de alienación de una sociedad a la que quiere mantener lo más al margen posible de las decisiones políticas; la democracia se ha convertido en una consulta periódica en las urnas para que los ciudadanos, a quienes sobre el papel se les mantiene ilusamente como fuente de soberanía, participen en la vida política de la forma menos lesiva posible para las élites, que son ya las que realmente ejercen la soberanía en nuestras sociedades.
Así, la religión (con un largo historial alienador) se ha mantenido como la sustitución ideológica preferida por las fuerzas políticas más conservadoras (como está ocurriendo actualmente en España, donde las únicas decisiones políticas al margen de las económicas se ciñen a los principios religiosos antiabortistas u homófobos, a la sustitución de la protección social del Estado por la caridad cristiana de algunos de sus ciudadanos o a la educación en valores morales emanados de la Iglesia católica), mientras que las fuerzas políticas menos conservadoras se centran más en el acceso universal a la cultura (donde se incluyen los espectáculos deportivos y taurinos) o a la ciencia, dejando en cualquier caso las decisiones sobre la organización productiva o las condiciones socioeconómicas de sus propios ciudadanos en manos de los tecnócratas del gobierno de turno (en el mejor de los casos) o en manos de instituciones que están al margen de la democracia y al margen, por lo tanto, de posibles responsabilidades que puedan ser exigidas por alguna parte de la sociedad ajena a las élites.
En definitiva, estamos ante una generación desideologizada durante varias décadas, alejada forzosamente de las decisiones políticas que afectan a sus propias vidas y alienada tanto a través de la religión como, ahora también, a través de la cultura y, en mucha menor medida (puesto que la introducción de ésta como elemento de distracción social ha sido mucho más reciente), de la ciencia. Estamos, pues, ante la desdemocratización de la democracia.
Bienvenidos a la generación “des”.
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