Tras casi 25 años de la despenalización del aborto en determinados supuestos, y sin que los Gobiernos de izquierda y de derecha con mayorías absolutas hayan puesto en duda dichos supuestos (por lo que entiendo que hay una amplia aceptación social en los casos recogidos por la Ley), he de reconocer que me choca encontrarme con personas que, a día de hoy, no aceptan el aborto ni tan siquiera cuando estamos ante un embarazo provocado por una violación (uno de los supuestos en los que abortar está despenalizado); haciendo juegos malabares con los daños morales de la mujer violada, acaban concluyendo que esa mujer, víctima de un crimen, está obligada a cargar al menos nueve meses (si no toda la vida) con el fruto de su violador. Pocas veces veremos (por no decir nunca), en legislaciones democráticas avanzadas, que una víctima deba ser castigada con obligaciones por el delito de su agresor; pero la moral cristiana (y la religiosa en general) es capaz de eso y de mucho más.
A la hora de discutir del aborto con algún antiabortista, recurrir habitualmente a este caso extremo del aborto por violación es el camino más directo para que reflexionen sobre la crueldad a la que lleva esa moral religiosa que poco o nada tiene que ver con lo que se sabe, en pleno siglo XXI, del desarrollo del feto y de sus distintas etapas vitales; es el eterno retorno eclesiástico (tan cristiano) a la caza de brujas y a la quema de herejes, que acaba habitualmente con una condescendiente absolución caritativa de un crimen cometido por la violada que acaba por abortar (curiosamente, hay muy pocos antiabortistas que condenarían a una mujer violada por abortar), clara manifestación de que la hipocresía sigue siendo la única vía que pueden seguir los cristianos ante la enquistada inoperancia eclesial ante los avances en el conocimiento médico-científico. La única solución cristiana moralmente válida al aborto de una mujer violada es, cómo no, mirar hacia otro lado, aunque la mujer sea considerada una asesina infanticida.
El gran problema de los antiabortistas es que no pueden reconocer ninguna excepción al aborto como crimen, puesto que reconocer alguna excepción (aunque se trate de la más vil y cruel de las violaciones) desmoronaría por completo todo el castillo de naipes en el que se fundamenta su concepción del aborto.
El feto, según la visión antiabortista, tiene vida propia (humana) desde el mismo momento de la fecundación; esa vida propia no tiene una base científica o médica, sino que viene determinada de antemano por las Sagradas Escrituras: Dios crea y da vida, por lo que, desde el mismo momento de la existencia de un embrión, existe un alma. Poco importa que esa alma sea un cúmulo deforme de células sin brazos, sin corazón, sin cerebro o sin sensaciones: Dios lo ha creado y la mujer, violada o no, no tiene más opción que resignarse y asumir el destino divino.
Sin embargo, científicamente está demostrado que el feto (que es embrión hasta las ocho semanas) no desarrolla un sistema nervioso (es decir, no tiene sensaciones, ni dolorosas, ni placenteras, ni de ningún otro tipo) hasta la 16ª semana, cuando se desarrolla el primero de los cincos sentidos: el tacto. El feto pesa entonces 120 gramos.
Aunque lo que diga o deje de decir la ciencia no les interesa lo más mínimo a los antiabortistas, ante la imposibilidad de demostrar el sufrimiento físico (como el que pudiera tener cualquier ser vivo) del embrión o del feto, los antiabortistas acuden raudos a las, según ellos, extraordinarias secuelas físicas en la mujer, trasladando datos de principios de los 70 a la actualidad (cuando ni tan siquiera se requiere intervención quirúrgica para abortos practicados hasta el 2º trimestre de gestación) o extrapolando técnicas abortivas que sólo se practican en los estados de gestación más avanzados (como la histerotomía o la histeroctomía) a la totalidad de las distintas etapas del embarazo; a esta serie de burdas manipulaciones le suelen acompañar leyendas urbanas acerca de la mayor propensión a contraer cáncer de útero si se ha practicado un aborto o relatando crueles, sangrientas y mortales operaciones abortivas que resultan ser mezclas de distintas historias, todas ellas ajenas a los centros médicos y algunas, incluso, de hace décadas.
En esta ocasión es la propia realidad la que pone a cada uno en su sitio, puesto que no existen complicaciones en más del 99% de los abortos practicados, mientras que la tasa de mortalidad es inferior al 0,001%.
La huida hacia adelante de un antiabortista ante este baño de realidad pasa, indefectiblemente, por recurrir a los daños morales de la embarazada; en este caso, el principal problema reside en que un antiabortista nunca acepta los daños morales que puedan resultar de la obligación de una mujer violada de llevar en su seno el fruto de su propia violación. El Fundamento Jurídico 11º de la famosa Sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de Abril de 1985, en la que se trató el Proyecto de Ley para despenalizar el aborto, sirve perfectamente para explicarle a un antiabortista la aberración (tanto jurídica como moral) a la que aboca esa extraña moralidad:
«La gestación ha tenido su origen en la comisión de un acto no sólo contrario a la voluntad de la mujer, sino realizado venciendo su resistencia por la violencia, lesionando en grado máximo su dignidad personal y el libre desarrollo de su personalidad, y vulnerando gravemente el derecho de la mujer a su integridad física y moral, al honor, a la propia imagen y a la intimidad personal. Obligarla a soportar las consecuencias de un acto de tal naturaleza es manifiestamente inexigible; la dignidad de la mujer excluye que pueda considerársele como mero instrumento, y el consentimiento necesario para asumir cualquier compromiso u obligación cobra especial relieve en este caso ante un hecho de tanta trascendencia como el de dar vida a un nuevo ser, vida que afectará profundamente a la suya en todos los sentidos.
Por ello la mencionada indicación no puede estimarse contraria a la Constitución». Sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de Abril de 1985, Fundamento Jurídico 11º.
Finalmente, y por no alargar más este artículo (aunque haya materia de sobra para alargarlo), siempre habrá quien apele a una parte de la ciencia para intentar justificar su argumentación; es el caso, por ejemplo, en el que se alude al ADN como portador de la vida (en lo que aparenta una especie de equiparación entre el alma y el ADN). Existe un serio problema al respecto, puesto que el ADN (toda la información genética) que formará el feto ya está presente tanto en los óvulos que cada 28 días son asesinados por las mujeres en edad de procrear como en los miles de millones de espermatozoides que son exterminados todos los días en nuestro país; y es que no podemos olvidar que, para evitar que la sociedad civil, a través de consideraciones religiosas, caiga en el más absoluto de los absurdos, el propio Código Civil sólo otorga la condición de persona al feto nacido con figura humana y que sobreviva más de 24 horas fuera del seno materno.