martes, 31 de agosto de 2010

Un repaso a Castellón

ayto_menu_subseccion_cas[1]Castellón rebosa optimismo, y si no que le pregunten al contribuyente.

Hace un año, sobre estas mismas fechas, se conoció el IPC del mes de Julio, que es el que utiliza el Ayuntamiento de Castellón para realizar los ajustes en sus impuestos; hace dos años el IPC subió un 5,3%, y los impuestos municipales subieron el 5,7%. El año pasado el IPC de Julio bajó un 1,4%, pero el Ayuntamiento de Castellón ya no utilizó ese IPC, evitándose así bajar los impuestos al contribuyente; este año (con una subida del IPC de Julio del 1,9%), nadie dice nada en el Ayuntamiento de Castellón sobre qué pasará con los impuestos. Pero el problema no es adivinar cual será la decisión final del PP (las rebajas de impuestos no parecen estar entre las opciones posibles), sino la absoluta indiferencia del contribuyente castellonense, no sólo ante la aleatoriedad de esa decisión final, sino también ante el uso que el Ayuntamiento de Castellón está haciendo de esos incrementos en la presión fiscal de los castellonenses.

El Ayuntamiento de Castellón está tan boyante económicamente que se permitió el lujo de dejar perder casi un millón de euros del Plan-E al tirar a la basura uno de los proyectos (una ocurrencia del Alcalde Alberto Fabra) de los que solicitó subvención al Gobierno de Zapatero: los maceteros rompe-coches. Tan a rebosar están las arcas municipales de Castellón que, no contentos con ese millón de euros, el Ayuntamiento de Castellón regala locales públicos (cuya construcción costó tres millones de euros, financiados, eso sí, por el Plan-E) a negocios privados a cambio de nada.

Esta demostración de derroche de dinero público no parece afectar lo más mínimo al contribuyente castellonense, al parecer convencido (o habituado) de que esta es la mejor (o la única) forma de hacer política y de gestionar el dinero de todos; tal vez esa mayoría (cada vez mayor, según la encuesta que se enlaza más arriba) de castellonenses tengan razón (por aquello de que todos los políticos son iguales y más vale malo conocido que bueno por conocer), pero yo estoy convencido de que existen otras formas de gobernar y, sobre todo, convencido de que pasados ocho años de Gobierno (ya sea municipal, autonómico o estatal), todo empieza a pudrirse y a corromperse por esa extraña manía de los políticos de considerar exclusivamente suyo lo que en realidad es de todos.

Pero volvamos a Castellón, una ciudad que hemos visto durante el último año levantada por todos los puntos cardinales por obras de todo tipo; tanta obra pública en beneficio de todos los contribuyentes podría ser una buena justificación a las últimas subidas de impuestos municipales, y de ahí el pasotismo de los castellonenses ante tanto derroche (es bien sabido que aquí pueden sobrevivir sin problemas el despilfarro y la corrupción si a cambio se hace algo –ya sea poco o mucho– por Castellón). El problema viene cuando descubrimos (y para descubrirlo no hay que ser muy observador: basta con mirar los carteles informativos que acompañan a cada obra) que el Ayuntamiento de Castellón no ha invertido ni un solo euro en las principales obras que se han hecho en Castellón al menos durante los dos últimos años.

La gran pregunta que puede hacerse el contribuyente castellonense (si es que quiere hacérsela, puesto que siempre habrá quien prefiera no ver, no oír, no hablar y, por supuesto, no pensar demasiado) es dónde han ido a parar sus impuestos y las subidas de los últimos años. ¿Alguien lo sabe?

lunes, 23 de agosto de 2010

Controladores

Supongo que todos conocemos de sobra la privilegiada nómina de los controladores aéreos (una media de 330.000 € anuales), así que voy a ir directamente al grano.

El Director del área de Ciencia y Ética del Instituto Juan de Mariana es, además de liberal y comentarista de opinión en Libertad Digital, controlador aéreo desde hace once años y afiliado a la USCA (Unión Sindical de Controladores Aéreos, el sindicato mayoritario de su gremio); tras 11 años y unos cuatro millones de euros (reconoce que su nómina está por encima de la media) se ha decidido a denunciar las presiones y las malas artes de sus compañeros de trabajo en un artículo de opinión en Libertad Digital.

Que es científico se lo dice él mismo y no tenemos por qué dudarlo (tiene «formación académica como físico, en inteligencia artificial e ingeniería del conocimiento, y como economista»); ahora bien, las dudas nos pueden asaltar en otras muchas cosas.

Al parecer, el economista liberal es aquél que se enriquece a lo bestia (4 millones de euros, que son unos 665 millones de pesetas) en un sector que es todo lo contrario a las teorías económicas liberales (un gremio completamente cerrado y que se determina a sí mismo las retribuciones, ajenas por completo al mercado o a la eficiencia y con fuertes restricciones de entrada impuestas por ellos mismos) para después denunciar que hay otros que también se están enriqueciendo a lo bestia.

Sin embargo, lo que más choca del artículo (o mejor, del articulista) es que haya tardado 11 años y 4 millones de euros en encontrar la ética y el tiempo para denunciar los abusos del sector al cual pertenece; sobre todo si resulta que dice ser el responsable de ética de un instituto de economistas liberales.

Seguramente, en el Instituto Juan de Mariana estarán orgullosos de que su Director de Ética haya encontrado la ética que se le supone; a mí particularmente, lo que me parece es que esa ética es la única que conocen los economistas liberales: aprovecharse de la ausencia de ética para enriquecerse y después intentar aparentar una inmaculada ética profesional de la que adolecen por completo.

A algunos se les caería la cara de vergüenza; a otros (como es el caso) les parece no sólo lo más normal del mundo, sino incluso todo un ejemplo a seguir.

martes, 3 de agosto de 2010

Y la calle se llenó de banderas españolas

Bandera de España en la actualidad Muchos se vieron sorprendidos, tras el pase de la selección española a las semifinales del Mundial de Fútbol de Sudáfrica, ante la invasión de banderas rojigualdas por las calles de toda España en los momentos previos y posteriores a los dos últimos partidos de ese campeonato; de hecho, la sorpresa es lógica, puesto que no es lo habitual en nuestro país tamaña muestra de amor hacia uno de los símbolos nacionales españoles. Ahora bien, tampoco debería sorprender a nadie que esas muestras de amor patrio no vuelvan a externalizarse hasta que la selección española vuelva a ganar otro mundial de fútbol.

El problema de la bandera española (y del resto de simbología nacional) es que nunca se ha utilizado (ni social ni políticamente) como elemento común e integrador de los españoles, sino como oposición frontal a otras maneras (menos anacrónicas) de entender España; habrá quien diga que eso no es así, pero lo cierto es que, por poner un ejemplo, nunca se ha empuñado una bandera española para defender el uso del catalán o del vasco, sino para reclamar su sumisión plena a la supremacía absoluta y absolutista del castellano, aun cuando las tres lenguas son igual de españolas e igual de oficiales (a pesar de la Sentencia del Tribunal Constitucional).

La bandera española sigue sin ser, tras más de treinta años de Constitución, un símbolo de la pluralidad española; la pluralidad se muestra en España con otra simbología, nunca con la bandera española, que sigue siendo el símbolo no de la unidad, sino de la uniformidad. Que esto sea así ha sido una contribución de ambas tendencias: el falso victimismo del centralismo y el exagerado victimismo del independentismo.

Y es que ni España se puede romper sin que el conjunto de la propia España quiera romperse, ni España es el estado imperialista, colonial y cruel que el independentismo intenta esbozar en cualquiera de sus numerosas y constantes proclamas.

Ese constante recurso al victimismo por parte de ambas tendencias muestra la evidente ausencia no sólo de argumentos, sino también de predisposición a la aceptación de cualquier argumento que se salga del credo inquebrantable de cada una de las partes; todo el argumentario se limita a buscar la solidaridad de otros españoles con esas falsas y fingidas víctimas, responsabilidad exclusiva de la parte contraria.

Pero el problema de la solidaridad es que se extingue cuando se descubre que las víctimas no son víctimas, sino simples cazurros. Y por eso muchos españoles prefieren dejar la solidaridad con la bandera rojigualda para que esos cazurros se expresen; y por eso el independentismo es y seguirá siendo una minoría radical (y cada vez más radicalizada), aunque su simbología cree más simpatías por tener una parte de razón (aunque sea mínima) en su papel de víctimas.

Sólo cuando los cazurros de ambas tendencias dejen de ser (y de ejercer de) cazurros podrá un español cualquiera empuñar la bandera española como símbolo de la unidad; pero para que eso ocurra es necesario utilizar argumentos y aparcar definitivamente el falso y desmesurado victimismo de unos y otros.

Mientras tanto, la bandera española sólo podrá ondear masivamente por las calles de España cuando una selección de fútbol (ajeno a la cazurrería y con argumentos futbolísticos) gane un Mundial.