Muchos se vieron sorprendidos, tras el pase de la selección española a las semifinales del Mundial de Fútbol de Sudáfrica, ante la invasión de banderas rojigualdas por las calles de toda España en los momentos previos y posteriores a los dos últimos partidos de ese campeonato; de hecho, la sorpresa es lógica, puesto que no es lo habitual en nuestro país tamaña muestra de amor hacia uno de los símbolos nacionales españoles. Ahora bien, tampoco debería sorprender a nadie que esas muestras de amor patrio no vuelvan a externalizarse hasta que la selección española vuelva a ganar otro mundial de fútbol.
El problema de la bandera española (y del resto de simbología nacional) es que nunca se ha utilizado (ni social ni políticamente) como elemento común e integrador de los españoles, sino como oposición frontal a otras maneras (menos anacrónicas) de entender España; habrá quien diga que eso no es así, pero lo cierto es que, por poner un ejemplo, nunca se ha empuñado una bandera española para defender el uso del catalán o del vasco, sino para reclamar su sumisión plena a la supremacía absoluta y absolutista del castellano, aun cuando las tres lenguas son igual de españolas e igual de oficiales (a pesar de la Sentencia del Tribunal Constitucional).
La bandera española sigue sin ser, tras más de treinta años de Constitución, un símbolo de la pluralidad española; la pluralidad se muestra en España con otra simbología, nunca con la bandera española, que sigue siendo el símbolo no de la unidad, sino de la uniformidad. Que esto sea así ha sido una contribución de ambas tendencias: el falso victimismo del centralismo y el exagerado victimismo del independentismo.
Y es que ni España se puede romper sin que el conjunto de la propia España quiera romperse, ni España es el estado imperialista, colonial y cruel que el independentismo intenta esbozar en cualquiera de sus numerosas y constantes proclamas.
Ese constante recurso al victimismo por parte de ambas tendencias muestra la evidente ausencia no sólo de argumentos, sino también de predisposición a la aceptación de cualquier argumento que se salga del credo inquebrantable de cada una de las partes; todo el argumentario se limita a buscar la solidaridad de otros españoles con esas falsas y fingidas víctimas, responsabilidad exclusiva de la parte contraria.
Pero el problema de la solidaridad es que se extingue cuando se descubre que las víctimas no son víctimas, sino simples cazurros. Y por eso muchos españoles prefieren dejar la solidaridad con la bandera rojigualda para que esos cazurros se expresen; y por eso el independentismo es y seguirá siendo una minoría radical (y cada vez más radicalizada), aunque su simbología cree más simpatías por tener una parte de razón (aunque sea mínima) en su papel de víctimas.
Sólo cuando los cazurros de ambas tendencias dejen de ser (y de ejercer de) cazurros podrá un español cualquiera empuñar la bandera española como símbolo de la unidad; pero para que eso ocurra es necesario utilizar argumentos y aparcar definitivamente el falso y desmesurado victimismo de unos y otros.
Mientras tanto, la bandera española sólo podrá ondear masivamente por las calles de España cuando una selección de fútbol (ajeno a la cazurrería y con argumentos futbolísticos) gane un Mundial.
No hay comentarios :
Publicar un comentario