Hace casi un año escribí un artículo sobre tres de los aspectos más controvertidos del nuevo Estatuto de Cataluña: la soberanía, las lenguas oficiales y la nación. Tras cuatro largos años de deliberaciones fallidas por parte del Tribunal Constitucional, al fin disponemos de las razones por las cuales es o no constitucional lo especificado en el texto estatutario respecto a esas tres cuestiones.
Los tres preceptos han sido considerados insconstitucionales, aunque para declararlos insconstitucionales se hayan utilizado circunloquios poco clarificadores para dar una apariencia de semi-constitucionalidad; el caso más flagrante de este recurso a los argumentos enrevesados lo tenemos en la cuestión del deber de conocer el catalán.
El artículo 6.2 del Estatuto de Cataluña decía, respecto al castellano y al catalán, que “todas las personas tienen el derecho a utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos de Cataluña tienen el derecho y el deber de conocerlas”; como dije en su día, el Estatuto introducía así la equiparación absoluta entre las dos lenguas oficiales de Cataluña, acabando de esa forma con una convivencia ilógicamente desequilibrada en favor del castellano (siendo ambas lenguas igual de oficiales, resulta un tanto absurdo que sólo una de ellas deba ser conocida); la Sentencia del Tribunal Constitucional restringe ese deber de conocimiento de la otra lengua oficial de Cataluña a la educación y a los funcionarios: “se trata, aquí sí, no de un deber generalizado para todos los ciudadanos de Cataluña, sino de la imposición de un deber individual y de obligado cumplimiento que tiene su lugar específico y propio en el ámbito de la educación, según resulta del art. 35.2 EAC, y en el de las relaciones de sujeción especial que vinculan a la Administración catalana con sus funcionarios” (Fundamento Jurídico 14.b)).
Por mucho que forcemos la frase del Estatuto, la interpretación que hace el Tribunal Constitucional no tiene ninguna cabida racional en el texto estatutario, puesto que “los ciudadanos de Cataluña” no se circunscriben a ningún ámbito específico, sino a todos y cada uno de los ciudadanos catalanes, ya sean profesores, alumnos, funcionarios, barrenderos, ingenieros, jueces, empresarios o parados; el Tribunal Constitucional debería haber declarado inconstitucional, sin rodeos ni circunloquios, ese deber de conocer las dos lenguas oficiales, manteniendo así la actual infra-oficialidad del catalán respecto al castellano y asumiendo, en consecuencia, que no cabe en la Constitución la cooficialidad real de las distintas lenguas españolas.
Evidentemente, esto significa (aunque el Tribunal Constitucional haya intentado ocultarlo sin demasiado éxito) que no existe la cooficialidad de las lenguas en España, o que al menos la actual Constitución no la admite; es decir, que hay lenguas de primera categoría y lenguas folclóricas (aunque dignas de protección y potenciación cultural, como los bailes regionales) de segunda categoría. No voy a ser yo quien contradiga al Tribunal Constitucional, pero si es eso lo que dice la Constitución considero que es algo que necesita un cambio urgente; es decir, que si queremos reconocer la oficialidad de las diversas lenguas existentes en España deberemos dotarlas de un mismo status allí donde coexistan más de una (incluyendo el deber de conocerlas), pero si unas son totalmente oficiales y las otras no, habrá que cambiar la definición de las inferiores en la propia Constitución (rebajándoles el status de oficiales y definiéndolas como folclóricas, como secundarias, como reminiscentes, como insignificantes, como triviales, como intrascendentes o como se quiera, pero nunca como oficiales).
La inicial definición de Cataluña como nación en el articulado del Estatuto aprobado en el Parlamento catalán, trasladada posteriormente al Preámbulo, ha viciado por completo la argumentación interna sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de otros aspectos del Estatuto; la flagrante inconstitucionalidad de esa definición (que colisiona frontalmente con el artículo 2 de una Constitución que, como recuerda el Tribunal Constitucional en su Fundamento Jurídico 12, “no conoce otra que la Nación española”) ha servido para distorsionar hasta límites insospechados el debate interno del propio Tribunal, como comprobaremos en los votos particulares emitidos por alguno de sus miembros. Esa definición de Cataluña como nación (que no puede ser entendida sino como una provocación en toda regla por parte del Parlamento catalán) ha servido, en definitiva, para que todo el debate interno se centrara en una supuesta intencionalidad global del Estatuto de Cataluña dirigida hacia una reforma encubierta de la Constitución, de forma que todo el articulado impugnado ha acabado analizándose en función de su posible relación directa con esa intencionalidad; hasta tal punto ha quedado distorsionado el debate en el seno del Tribunal Constitucional que casi todos los votos particulares se exponen en relación con un concepto del Preámbulo (la definición de Cataluña como nación) que la propia Sentencia con la que discrepan ha determinado que no tiene ningún tipo de valor interpretativo respecto del articulado.
Si observamos las argumentaciones respecto a ese deber de todos los ciudadanos catalanes de conocer tanto el catalán como el castellano nos daremos cuenta de cómo esa distorsión en el debate ha llevado a todos los miembros del Tribunal Constitucional, sin distinción, a determinar la constitucionalidad o inconstitucionalidad de ese deber obviando a la propia Constitución.
Vicente Conde Martín de Hijas, en un voto particular cargado de supuestas buenas intenciones y exquisita juricidad (niega que el Tribunal Constitucional deba inmiscuirse como árbitro de opciones políticas) acaba concluyendo que ese deber de conocer el catalán (apartado 11 de su voto particular) ha de ponerse en relación con las ideas de Nación y Estado, de forma que niega que un Estatuto de Autonomía pueda establecer determinados deberes a los ciudadanos residentes en una Comunidad Autónoma, no porque la Constitución lo prohiba, sino porque resulta inidóneo en cuanto que un Estatuto no es una Constitución y, por lo tanto, los deberes básicos de los ciudadanos (como el conocimiento de una lengua) están reservados en exclusiva a la propia Constitución; Jorge Rodríguez-Zapata Pérez, que inicialmente utiliza su voto particular para denunciar la desaparición (¡en 1985!) del recurso previo de inconstitucionalidad y una supuesta persecución al Tribunal Constitucional plasmada en una proposición de reforma de la Ley Orgánica que regula el Tribunal, que ni tan siquiera se ha llegado a debatir en las Cortes (fue presentada por Convergència i Unió el 4 de Junio pasado), utiliza una argumentación estrictamente política e incluso basada en sus particulares circunstancias personales, llegando a afirmar que la lengua materna (la suya, que no la mía ni la de otros muchos españoles) es la oficial del Estado y que la educación en esa lengua materna (el castellano, que es la suya y no la mía ni la de otros muchos españoles) es un derecho vinculado a la dignidad humana (o lo que es lo mismo, que mi dignidad humana puede y debe prescindir de mi lengua materna), finiquitando todo el asunto del catalán declarando inconstitucional incluso el derecho a ser atendidos en otra lengua distinta a la materna (la suya, que no la mía ni la de otros muchos españoles).
Como puede observarse, ni la posición mayoritaria ni los votos particulares explican (de hecho, ni tan siquiera se preocupan de mencionarlo) qué significado tiene en la Constitución que dos lenguas sean definidas con el mismo concepto (todas son oficiales) y cómo se llega a la conclusión de que la palabra “oficial” tiene una diferenciación jurídica de una entidad tal que incluso queda prohibido –sin que la Constitución lo haya prohibido expresamente– referirse a dos lenguas oficiales en términos similares.
Más preocupados por la provocación del Parlamento catalán y por las divagaciones acerca de una imposible e inviable (además de argumentalmente absurda) reforma encubierta de la Constitución (puesto que eran ellos mismos quienes tenían en sus manos salvaguardarla: esa es exactamente una de sus principales funciones), los miembros del Tribunal Constitucional han acabado por contradecir a la propia Constitución, negándole a una de las lenguas oficiales el carácter de oficial (puesto que el carácter de oficialidad se reserva en exclusiva al castellano, lo cual no se corresponde con el artículo 3 de la Constitución, que dice que también es oficial el catalán allí donde sea de aplicación el Estatuto de Cataluña).
La Constitución, ahora sí, ha empezado a morir: acaba de ser declarada inconstitucional por el propio Tribunal Constitucional.
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