Durante todo el proceso de aprobación del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña critiqué, siempre que tuve ocasión, a todos aquellos alarmistas (nacionalistas españolistas o anticatalanistas) a los que les salía el tan manido por aquellas fechas «España se rompe» cada vez que aparecía en público o se citaba a algún político catalán; la razón de mis críticas era muy simple: el Tribunal Constitucional debía pronunciarse acerca de la constitucionalidad o no del texto que saliese definitivamente aprobado. Y teniendo en cuenta que uno (si no el principal) de los grandilocuentes argumentos de esos nacionalistas era definir al nuevo Estatut como una reforma encubierta de la Constitución (que no es otra cosa que nuestra norma básica de convivencia social y política), bastaba con confiar en las instituciones de las que nos hemos dotado (y el Tribunal Constitucional, tal y como especifica la propia Constitución, es una de ellas) para dejar de sembrar semillas de odio hacia una parte concreta de esta España que nos ha tocado vivir.
Curiosamente, la desconfianza (o la simple negación de su autoridad) hacia las instituciones democráticas, como el Tribunal Constitucional, han sido uno de los signos de identidad preferidos (y distintivos) de los movimientos antisistema; era completamente absurdo (además de argumentalmente inconsistente) declararse constitucionalista (defensor de la Constitución tal y como está redactada) y negar sistemáticamente a su vez la autoridad de las instituciones reconocidas en la propia Constitución.
Si algo ha distinguido al nacionalismo catalán durante la vigencia de nuestra Constitución ha sido ejercer de vanguardia en la implementación de nuevas formas de convivencia dentro del marco constitucional común (sé que muchos no aceptarán las pretensiones nacionalistas como nuevas formas de convivencia, y mucho menos dentro del marco constitucional, pero entiendo que proponer reformas legales, a través de las instituciones democráticas –y no a través de métodos violentos, como ocurre con otros nacionalismos–, es justamente eso); sin embargo, en estos momentos, en los que se aproxima la decisión final del Tribunal Constitucional acerca de la constitucionalidad o no del nuevo Estatut, nos estamos encontrando ante la antítesis de ese nacionalismo y, lo que es más incomprensible si cabe, ante la equiparación argumental del rancio nacionalismo españolista con el más avanzado (si es que a algunas ideas nacionalistas se les puede aplicar este adjetivo) ideario del nacionalismo catalanista.
Esos llamamientos a la desautorización de las instituciones democráticas (y el Tribunal Constitucional lo es), mediante manifestaciones, medidas de presión preventivas o incluso mediante la negación de la autoridad (y, por lo tanto, la negación sistemática de todas sus decisiones) de ese Tribunal, ante la posibilidad de una determinación adversa sobre la constitucionalidad de algunos aspectos del nuevo Estatut, no hacen sino servir de justificación (hasta cierto punto) a aquel rancio nacionalismo españolista que tanto critiqué unos meses atrás.
Esta radicalización mutua de posturas entre nacionalismos (ambos situados actualmente, tal y como han demostrado unos y otros, fuera del sistema democrático) no hacen más que desviar la atención sobre determinados aspectos (sean o no constitucionales) introducidos en el nuevo Estatut que merecerían una sana y pausada valoración por parte de quienes integramos esta España de la variedad de la que muchos (intuyo que, en mayor o menor medida, la mayoría) nos sentimos orgullosos; hablo de tres de los temas más polémicos introducidos por el nuevo Estatut: la nación, las lenguas oficiales y la soberanía.
La soberanía
Aunque de forma indirecta (por haber sido uno de los argumentos utilizados, erróneamente, para demostrar una supuesta constitucionalidad del Estatut que no es tal), el referéndum por el cual se aprobó, en el ámbito territorial de Cataluña, el texto definitivo del nuevo Estatut podría establecer un nuevo frente de discusión sobre el alcance de esos procesos electorales en el caso de los Estatutos de Autonomía (no sólo en el caso catalán).
La soberanía reside, según la Constitución, en el pueblo español en su conjunto, y no sólo en una parte (más o menos numerosa) del mismo; el referéndum que aprobó el nuevo Estatut (igual que los futuros procesos electorales que sirvan para respaldar en las urnas las modificaciones instroducidas por nuestros políticos a otros estatutos de autonomía) ha sido utilizado, tanto por la Generalitat de Cataluña como por parte de algunos periodistas (como fue el caso de El País en el Editorial del pasado día 25), como una condición con la suficiente entidad como para dar por constitucional todo el texto refrendado por los catalanes en las urnas.
Es obvio que la soberanía de la que habla la Constitución (que corresponde a todos los españoles) no es la misma que la argüida por los defensores del Estatut; el problema, sin embargo, es que sí existe una cierta soberanía en esa aprobación en las urnas del texto estatutario, puesto que ha sido el propio Estado constitucional el que ha habilitado a una parte del pueblo español (en este caso los catalanes, pero en futuros casos también a valencianos o andaluces, cuyo refrendo en las urnas a los futuros textos estatutarios también han sido aprobados y tienen plena vigencia) a tomar decisiones independientemente de las opiniones de sus vecinos (también españoles).
Es la misma soberanía (que podríamos definir como delegada o transferida) que permite a los ciudadanos españoles de una comunidad autónoma elegir a sus propios representantes, o a los españoles de un municipio hacer lo propio, independientemente de la opinión que les merezcan los candidatos o los programas electorales a sus vecinos; esa soberanía delegada o transferida es algo habitual y ejercerla en contra de las opiniones del resto de españoles no se ha planteado nunca como algo inconstitucional.
El procedimiento seguido para aprobar, mediante referéndum, el nuevo Estatut es el mismo que se sigue para celebrar esos procesos electorales delegados que se producen cada cuatro años en las comunidades autónomas y en los municipios españoles; los defensores del nuevo Estatut extrapolan esos procesos y, dado que los resultados que producen no son cuestionados por inconstitucionales, tampoco debería cuestionarse el resultado del referéndum del Estatut.
No obstante, es necesario advertir que las actuaciones de los representantes elegidos en esos procesos electorales con soberanía delegada siguen estando bajo la necesaria supervisión constitucional, pudiendo ser declarados sus actos inconstitucionales aun cuando la soberanía haya recaído en la totalidad del pueblo español (como ocurre con las leyes aprobadas en las Cortes, con miembros elegidos por la totalidad de los españoles y ejerciendo, por lo tanto, la soberanía reconocida por la Constitución).
En el caso del Estatut, cabría una argumentación similar a la utilizada por sus defensores si la soberanía hubiese sido ejercida sin delegación (es el caso de los referéndums que afectan a la totalidad de los españoles, como fue la entrada de España en la OTAN), en cuyo caso la posible inconstitucionalidad del texto aprobado en referéndum difícilmente podría ser defendida por ninguna institución del Estado. No es este el caso del Estatut, por lo que no es defendible su constitucionalidad (aunque sí es más democrático y más participativo que otras opciones) a través de este argumento.
Sin embargo, no hay que olvidar que este tipo de referéndums parciales van a convertirse en algo habitual en las próximas reformas de estatutos de autonomía y que la actual regulación electoral en materia de referéndums o de consultas populares habilitan al Estado para autorizar o, en el caso de que se pretendan votar aspectos que no pueden ser decididos por una parte de los españoles, denegar este tipo de procesos electorales; el problema surge, en estos casos, desde el momento en que el Estado (representando a todos los españoles) da su autorización, puesto que esa autorización da plena legitimidad, ante el resto de españoles que no votan, a los resultados obtenidos en cada uno de esos referéndums.
Parece que se hace necesario determinar qué aspectos de los referéndums que han de aprobar los futuros estatutos de autonomía quedan dentro del ejercicio de esa soberanía delegada o transferida y qué aspectos requerirían de una consulta conjunta a la soberanía constitucional, que sólo puede ser ejercida por todos los españoles, y no a través de la suma de partes individuales o en procesos electorales sin relación directa entre ellos.
Las lenguas oficiales
Que todos los españoles tenemos el deber de conocer la lengua común (el español o castellano) queda meridianamente claro en la propia Constitución. Sin embargo, además de la lengua común (que es oficial en toda España) existen otras lenguas (que también son oficiales) cuyo estatus constitucional queda deliberadamente diluido entre referencias a la oficialidad y a su defensa y preservación por parte del Estado.
Que en Cataluña, en la Comunidad Valenciana y en Mallorca (con diferentes estatutos de autonomía) el catalán y el castellano tienen el mismo estatus lo reconoce la propia Constitución, sin ningún tipo de restricción hacia una o hacia otra: ambas son oficiales (igual de oficiales); nada más dice la Constitución sobre el estatus de las distintas lenguas existentes en España, delegando en los estatutos de autonomía la regulación específica de cada una de ellas.
Algunos parecen entender que las lenguas españolas distintas al castellano son una manifestación más del folclore popular y autóctono de algunas comunidades autónomas, como si se tratara de un baile tradicional más o de una costumbre digna, como mucho, de algún estudio antropológico. Es obvio que bajo esa perspectiva es una ofensa a las libertades individuales obligar a alguien a aprender a bailar una jota o a saber lanzar cabras desde un campanario.
El problema es que una lengua o un idioma es, ni más ni menos, que el medio de comunicación utilizado por las personas para expresarse ante sus conciudadanos; y hay más de 19 millones de españoles que conviven con dos lenguas oficiales. Podría entenderse que se considerase un atentado contra las libertades individuales de los otros 27 millones de españoles obligarles a conocer al menos dos de las lenguas oficiales existentes en España; lo que es más complicado de explicar es que 19 millones de españoles tengan dos lenguas oficiales y sólo estén obligados a conocer una de ellas (el castellano), por muy mayoritaria (el chino también lo es respecto al castellano) o muy común a todos los españoles (que sea común no quiere decir que sea la única) que sea.
La utilización torticera, manipuladora y demagógica de los casos puntuales de radicalismo lingüístico (como quienes se niegan a rotular su negocio en catalán y aparecen en la prensa madrileña como víctimas de una persecución lingüística del castellano, o como quienes su religión les impide respetar a quienes no conocen el euskera y son elevados a los altares por sus sectas particulares) no ayudan lo más mínimo a poner un poco de sentido común a un debate necesario y calmado respecto a las lenguas oficiales españolas. El deber de un catalán de conocer sus dos lenguas oficiales (el catalán y el castellano) no puede ser nunca un atentado contra las libertades individuales de un madrileño, de un vallisoletano o de un cacereño, por mucho que retorzamos los argumentos, puesto que el catalán sigue teniendo la obligación de entender al resto de españoles que no hablan el catalán.
O modificamos la Constitución y eliminamos todas las lenguas oficiales distintas al castellano o empezamos a asumir que España es, oficial y socialmente, plurilingüe y actuamos en consecuencia. Con el nuevo Estatut catalán se ha dado el paso necesario para que ese plurilingüismo sea plenamente reconocido por el Estado; se acaba de esa forma con la interpretación perdonavidas que hasta ahora se tenía de las lenguas oficiales distintas al castellano (algo así como «te dejo que declares oficial el idioma en el que habláis tú y los tuyos, pero nada de equiparar tu extraño idioma con el superior castellano»).
La nación
Este es, sin duda, uno de los aspectos más controvertidos (si no el más controvertido de todos) de los incluidos en el nuevo Estatut.
La frase «Cataluña es una nación» que iniciaba el articulado del nuevo Estatut fue sin duda una provocación innecesaria para un texto que debía ser consensuado posteriormente con las instituciones democráticas de la única nación reconocida en la Constitución; tal vez esa provocación ha sido la que ha arrastrado con posterioridad todo el rechazo a otros aspectos del Estatut que podrían haber sido asumidos, no sin resistencias, por una amplia mayoría de los representantes de los españoles.
No obstante, la puerta abierta por la Constitución al hablar de nacionalidades (no puede entenderse una palabra derivada sin asumir el significado de su raíz, que en este caso es la palabra «nación») no podía cerrarse sin más eliminando cualquier interpretación más amplia de esas nacionalidades, como se hizo en el Estatut; al haber relegado esa interpretación más amplia fuera del articulado del texto definitivamente aprobado se pudo sofocar temporalmente el acalorado debate sobre naciones y nacionalidades, pero el fondo de la cuestión sigue latente.
Esa nación de naciones en la que se hubiese convertido España de haberse aprobado el texto inicial salido del Parlamento catalán tampoco hubiese sido, más allá de los sentimentalismos identitarios, una interpretación muy alejada de lo que realmente es España en la actualidad: un país federalizado, aunque oficialmente no federal.
Los llamamientos a cerrar el desarrollo autonómico (o federalizante) que permite expresamente la Constitución son fruto de la impotencia política para recentralizar un Estado centrífugo por naturaleza; se tiende con demasiada habitualidad a intentar prohibir lo que está permitido porque a algunos les resulta inasumible (porque no son capaces de asumirlo) cambiar la realidad social y política del país (o nación, o Estado) en el que viven.
Igual que el desarrollo autonómico ha sido hasta ahora centrífugo (federalizante) puede volverse centrípeto (centralista) en un futuro, porque la Constitución permite ambas tendencias. Lo que deberían hacer quienes quieren optar por un retorno al centralismo estatal es, en lugar de alarmar con la ruptura de España ignorando que esa supuesta ruptura ha sido votada democráticamente por los españoles, convencernos de que los beneficios de un Estado centralista son superiores a los que nos pueda ofrecer un Estado descentralizado. Ese es el debate, y no otro.