El fascismo lingüístico es definido (al menos en España) como aquél que imponen los poderes públicos a ciudadanos a los que se les obliga a utilizar o a saber un idioma que no es el suyo.
“La señalización y los carteles de información general de carácter fijo y los documentos de oferta de servicios para las personas usuarias y consumidores de los establecimientos abiertos al público han de estar redactados, al menos, en catalán” (artículo 32.3 de la Ley de Política Lingüística de Cataluña)1.
Esa obligatoriedad del idioma es considerada por los castellanoparlantes como ejemplo de la persecución del castellano en Cataluña y del carácter fascista de este tipo de imposiciones. Nada que ver, por supuesto, con la legislación que amablemente nos indica a los no castellanoparlantes qué idioma estamos obligados a conocer.
“El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla” (artículo 3.1 de la Constitución Española).
Nada que ver tampoco con la legislación comercial o mercantil, por supuesto; por ejemplo, en materia de nombres comerciales y marcas:
“Tanto la solicitud como los demás documentos que hayan de presentarse en la Oficina Española de Patentes y Marcas deberán estar redactados en castellano. En las Comunidades Autónomas donde exista también otra lengua oficial, dichos documentos, además de en castellano, podrán redactarse en dicha lengua” (artículo 11.9 de la Ley de Marcas).
O, por ejemplo, en materia de etiquetado, presentación y publicidad al consumidor de los productos que se venden al público:
“Todas las inscripciones a las que se ha hecho referencia deberán figurar, al menos, en castellano, lengua española oficial del Estado” (artículo 8.1 del Real Decreto 1468/1988).
Por supuesto, esto no es fascismo lingüístico. Esto es normal en Cataluña, en el País Vasco o en la Comunidad Valenciana porque es normal en Madrid, en Sevilla o en Valladolid; y como todos somos españoles, la obligación nos incumbe a todos.
Ahora bien, lo que persigue el fascismo lingüístico (el catalán, claro) es discriminar a los castellanoparlantes, y de ahí que una norma catalana se atreva a imponer obligaciones a ciudadanos españoles que residan en Cataluña, coartando sus derechos individuales como ciudadanos españoles (que no como ciudadanos catalanes). ¿Y cómo se hace esto? Pues muy fácil: los poderes públicos catalanes consideran que el territorio catalán y la lengua catalana tienen derechos propios y que, además, esta última es propia de Cataluña (siendo por lo tanto la lengua castellana una lengua impropia):
“El catalán, como lengua propia de Cataluña, lo es también de la enseñanza, en todos los niveles y las modalidades educativas” (artículo 20.1 de la Ley de Política Lingüística de Cataluña).
Pero la cuestión de la impropiedad tiene mucha más miga; puesto que ni la lengua ni el territorio pueden tener derechos propios, los castellanoparlantes han puesto el grito en el cielo: si son los ciudadanos los que tienen derechos, a lo que se refieren los catalanes con la lengua propia no es a la lengua, sino a los catalanoparlantes, luego los castellanoparlantes son considerados por los catalanes una especie de ciudadanos impropios. Puro fascismo xenófobo o nacionalismo reaccionario, dependiendo del calificativo que más guste utilizar contra el ojiplático español no castellanoparlante que alguna vez se haya encontrado con esta argumentación; una invención artificiosa del independentismo para vengarse de los trescientos años de prohibición del catalán en todo lo relacionado con lo público (incluida la enseñanza), por tres siglos de uniformidad lingüística a favor del castellano.
“La lengua propia de Cataluña es el catalán. Como tal, el catalán es la lengua de uso normal de las Administraciones públicas y de los medios de comunicación públicos de Cataluña, y es también la lengua normalmente utilizada como vehicular y de aprendizaje en la enseñanza” (artículo 6.1 del Estatuto de Autonomía de Cataluña).
“Con la denominación de lengua propia de un territorio se hace referencia al idioma de la comunidad históricamente establecida en este espacio” (artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Lingüísticos).
Pero nada mejor que un gran discurso en el Congreso de los Diputados, el pasado 25 de septiembre, para conocer de primera mano esta argumentación:
“La lengua materna desapareció como objeto de interés educativo y como objeto legislativo y se convirtió en un extraño objeto llamado la lengua propia. ¿Qué es la lengua propia? La lengua propia es evidentemente algo que se define por contraste. En aquellas comunidades políticas en que hay más de dos lenguas comunes —comunes quiero decir a esa comunidad—, como son las comunidades bilingües, se decide que una de ellas es propia y que la otra es ¿qué? Evidentemente impropia; una lengua que, como suelen repetir de una manera verdaderamente machacona pero no por eso menos mentirosa, habitual en textos, discursos y explicaciones de estas políticas lingüísticas, se ha ido imponiendo en aquella comunidad por la coacción, la violencia, la persecución de la otra, etcétera” (el diputado por UPyD, Sr. Martínez Gorriarán, en la sesión plenaria del Congreso del 25 de septiembre de 2012).
He de decir que es la primera vez que oigo o leo a un representante político, dentro de la sede de la soberanía española, negar que algunas lenguas fueran expulsadas durante siglos de la vida pública por coacción, por violencia o por persecución, acusando de mentirosos a quienes se atrevan a decir lo contrario.
“He juzgado conveniente (así por esto como por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y Tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables y plausibles en todo el Universo) abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, práctica y costumbre hasta aquí observadas en los referidos reinos de Aragón y Valencia; siendo mi voluntad, que éstos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus Tribunales sin diferencia alguna en nada” (Decretos de Nueva Planta de Felipe V, del año 1707).
Desde 1707 hasta 1978, el valenciano estuvo siempre sometido al régimen legal de Castilla, donde la única lengua oficial existente siempre había sido el castellano; en algunos períodos pudo pervivir en ámbitos literarios o poéticos y en otros fue directamente prohibido y relegado al ámbito privado. Y sin embargo, no desapareció; se mantuvo como lengua viva allí donde se venía hablando desde antes de su relegación ante el castellano. Eso es la lengua propia que no entienden en UPyD: la que ha pervivido al margen de la oficialidad, sólo y exclusivamente por el uso habitual y personal entre las gentes de esos lugares (como lengua franca), que prefirieron durante siglos seguir usando su lengua (la propia) antes que la oficial y ajena a ellos (impropia). La misma lengua que utilizó Jaime I en el siglo XIII para escribir su crónica y la misma que utilizaba Fernando el Católico, junto al latín, en sus registros reales.
Pero algunos (en este caso UPyD, aunque es algo bastante generalizado entre los castellanoparlantes) tampoco consiguen entender el concepto de normalización lingüística; obviamente, en este caso se trata de una percepción desde la perspectiva de la lengua dominante, que sus hablantes consideran la más normal, no sólo para ellos, sino también para los hablantes de las lenguas sometidas. Pero volvamos al Congreso de los Diputados de nuevo para observar la argumentación de primera mano.
“La normalización lingüística parte de un axioma o, mejor dicho, de una percepción que no tiene nada que ver con la realidad, y es la siguiente: las sociedades bilingües en realidad son sociedades anormales. El bilingüismo es un periodo de transición hacia la recuperación de lo que debería ser, que es una forma de monolingüismo, al menos desde el punto de vista de las instituciones, institucional. De manera que poco a poco, con la compra masiva, con gran éxito, de este concepto de lengua propia y con la aceptación también generalizada del concepto de normalización lingüística fuimos a acabar sustituyendo los derechos de las personas, de los hablantes de las diferentes lenguas, que son los únicos que tienen derechos, por una construcción desde el punto de vista democrático completamente aberrante, que es la idea de que las que tienen derechos son las lenguas. […] Lo que buscaba la normalización, como decía, era convertir en normal lo que aparentemente no lo era. Realmente, es un objetivo completamente impropio de cualquier democracia en sus muchas variedades. […] Supongo que a estas alturas a nadie se le escapará, aunque todo es posible en este bendito país, que esto tampoco era una política meramente romántica ni meramente idealista ni carente de objetivos. Tenía y tiene objetivos bien claros y bien concretos. La idea de acabar con la lengua común no es otra que el primer paso para acabar con la comunidad política” (el diputado por UPyD, Sr. Martínez Gorriarán, en la sesión plenaria del Congreso del 25 de septiembre de 2012).
La idea idílica de que el bilingüismo sería lo normal y deseable en una sociedad hace décadas que ha sido descartada por los lingüistas por tratarse de un fenómeno que no se da en ninguna comunidad; el bilingüismo se ciñe actualmente al individuo, mientras que ese utópico e inexistente bilingüismo social se llama hoy diglosia y no reconoce en ningún caso una igualdad en el rango de las lenguas, existiendo siempre una lengua dominante (por su carácter oficial, que no siempre por su uso real) y otra u otras relegadas a situaciones socialmente inferiores (de carácter meramente privado o folklóricas). Esta relegación fue la situación del valenciano o del catalán a lo largo de casi 300 años y este es el motivo por el cual se justifica la normalización lingüística de las lenguas que se habían venido utilizando desde siglos atrás en Cataluña o en Valencia y que, aun suplantadas forzosamente por la lengua de Castilla, han conseguido mantener su uso hasta nuestros días.
Claro, que puestos a arrasar con las lenguas no castellanas, algunos son capaces incluso de afirmar que la oficialidad del catalán siempre fue una invención del independentismo, negando por lo tanto que el catalán pudiese ser una lengua usada en algún territorio concreto; lástima que existan demasiados documentos, algunos de ellos incluso digitalizados y accesibles a cualquiera, que demuestran que no existe invención alguna en esa oficialidad (por orden, se reproducen varios documentos de los siglos XIII –un extracto del Llibre dels Feyts del rei en Jacme escrito entre 1244 y 1274–, XV –una carta del Maestre de Montesa al Rey de 1417 y otra en sentido contrario de 1426–, y XVII –un extracto de la resolución de un conflicto del municipio castellonense de Càlig de finales de siglo y principios del siguiente, justo antes de la prohibición del valenciano–):
Al ser las evidencias del uso habitual del catalán en las relaciones tanto entre instituciones, como en materia jurídica o en cuestión de resoluciones de conflictos locales tan claras, los argumentos en contra de la normalización lingüística han de tomar también otros datos más actuales para intentar encontrar alguna justificación a las afirmaciones sobre la discriminación del castellano frente al catalán; se trata de los datos sobre conocimiento y uso del catalán elaborados por la propia Generalitat:
Que en Cataluña hubiese en 2008 un 20% de personas totalmente analfabetas respecto a una de sus dos lenguas oficiales (el catalán, por supuesto) y que un 40% tampoco supiera escribirlo podrá ser considerado por algunos como la justificación del final de esa normalización lingüística por haberse cumplido ya los objetivos de la misma.
En la Comunidad Valenciana, con una política lingüística más laxa respecto al valenciano, los datos son estos:
En algunas zonas valencianoparlantes (esta encuesta sobre conocimiento de las lenguas no se hace en las zonas castellanoparlantes de la Comunidad Valenciana, puesto que los resultados serían aun más escandalosos), el 68% de la población es completamente analfabeta en una de las dos lenguas oficiales (el valenciano, por supuesto), y en el mejor (por decir algo) de los casos hay un 35% de analfabetos en valenciano; y si nos atrevemos a comprobar el nivel escrito de los valencianoparlantes en 2010, hay zonas (valencianoparlantes) en las que es el 85% de la población la que no sabe escribir valenciano.
Siguiendo el argumento conspiracionista del diputado de UPyD que hemos visto antes (“esto tampoco era una política meramente romántica ni meramente idealista ni carente de objetivos. Tenía y tiene objetivos bien claros y bien concretos. La idea de acabar con la lengua común no es otra que el primer paso para acabar con la comunidad política”), también podríamos afirmar que a nadie se le escapa que el objetivo de los castellanoparlantes de acabar con las lenguas “no comunes” formaría parte de una estrategia para mantener atados a los ciudadanos no castellanoparlantes al proyecto de una España/Castilla al nivel de los tiempos del gran imperio. Por eso es este el mapa lingüístico al que quieren llegar los castellanoparlantes: al analfabetismo valenciano, sabedores de que la supuesta igualdad de una lengua oficial obligatoria con una lengua oficial no obligatoria (la idílica utopía del bilingüismo social perfecto) siempre se decanta hacia la primera y jamás hacia la segunda.
Si comparamos las cifras de analfabetos completos (los datos son de 2001, por lo que debemos suponer que estas cifras serán inferiores en los años de referencia tomados para Cataluña –2008– y Comunidad Valenciana –2010–) con los datos de analfabetos en la otra lengua oficial, comprobaremos que en la Comunidad Valenciana se llega a niveles de analfabetismo en valenciano muy cercanos a los niveles de analfabetismo completo existentes en el año 1900. Podríamos decir que la política lingüística valenciana les ha salido muy a cuenta a muchos españoles castellanoparlantes para saltarse a la torera la existencia de otra lengua oficial: es oficial, pero menos. Eso sí les gusta a los castellanoparlantes. Y que quede bien claro siempre que se dé la ocasión.
Los grandes defensores de la lengua castellana deberían sonrojarse cada vez que dicen que la normalización lingüística es discriminatoria o que los modelos menos intervencionistas son mucho mejores: lo único que resulta vergonzoso son las cifras de analfabetismo existentes en una de las dos lenguas oficiales; el idílico bilingüismo social, ya lo ven, no existe, pero los castellanoparlantes prefieren el analfabetismo a la imposición. ¿Alguna solución a ese analfabetismo? Pues no, no la hay para los castellanoparlantes, porque ese no es su problema: la alfabetización se hace con su lengua o no se hace; suficiente hacen con permitirnos a los no castellanoparlantes que las otras lenguas españolas (eso dice la Constitución) puedan ser una asignatura más. Porque la Historia de España es la Historia de Castilla y el castellano es la lengua de todos los españoles, y ser analfabeto en valenciano es algo así como suspender latín.
Pero por si los datos de analfabetismo no fueran suficientemente clarificadores, ahora llegaron las absurdas sentencias del Tribunal Supremo acerca de la reintroducción de la lengua materna en la educación, contradiciéndose con toda la jurisprudencia anterior en base a… ¡¡¡que la normalización lingüística ya está completada y ya no es necesaria!!!
“Esa política lingüística tendente a la normalización de la lengua propia de Cataluña en todos los ámbitos de la sociedad catalana sin duda ha dado sus frutos y conseguido sus objetivos legítimos. Pero no puede ir más allá hasta el punto de negar la realidad de la convivencia armónica de ambas lenguas cooficiales en Cataluña intentando ignorar el deber constitucional de todos los españoles de conocer el castellano y el correlativo derecho a usarlo. […] De ahí que no pueda aceptarse la exclusividad en estos momentos del catalán como lengua única vehicular en la enseñanza” (Sentencia 2773/2011 del Tribunal Supremo, entre otras).
Pero unos párrafos después se afirma:
“Esta declaración abre un interrogante acerca de cuál deba ser la proporción en la que se incorpore el castellano como lengua vehicular al sistema de enseñanza en Cataluña. La determinación de la misma y su puesta en práctica corresponde acordarla a la Generalidad de Cataluña, de modo que si el Gobierno de la misma creyese que el objetivo de normalización lingüística estuviera ya conseguido, ambas lenguas cooficiales deberían ser vehiculares en la misma proporción y si, por el contrario, se estimase la existencia aún de un déficit en ese proceso de normalización en detrimento de la lengua propia de Cataluña, se debería otorgar al catalán un trato diferenciado sobre el castellano en una proporción razonable, que, sin embargo, no haga ilusoria o simplemente constituya un artificio de mera apariencia en la obligada utilización del castellano como lengua vehicular” (Sentencia 2773/2011 del Tribunal Supremo, entre otras).
¿Cómo se puede negar ”la exclusividad en estos momentos del catalán como lengua única vehicular” basándose en que la política lingüística "sin duda ha dado sus frutos y conseguido sus objetivos legítimos” y a continuación otorgarle al Gobierno de la Generalitat la decisión sobre si el objetivo de la normalización lingüística está ya conseguido o aun no? ¿No lo ha afirmado tajantemente ya el Tribunal Supremo unos párrafos antes para justificar un viraje total en sus anteriores criterios sobre este mismo asunto? ¿Qué tipo de mandato es ese? ¿Esto es forma de razonar una sentencia?
Parece obvio que todas las instituciones castellanas han entrado de lleno en el juego político anticatalán; o al menos lo parece, dadas las flagrantes contradicciones jurídicas que se observan para negar lo que hasta ahora había sido la norma y cambiando completamente de criterio jurídico. Los tribunales españoles han decidido en base a criterios contradictorios que 30 años son más que suficientes para compensar lo que el absolutismo y las dictaduras uniformadoras intentaron en 300 sin conseguirlo, por lo que el castellano ha de recuperar de nuevo el terreno perdido durante estos años de permisividad castellana; la Historia de España se escribe ahora desde el Tribunal Supremo.
Y resulta curioso que toda la cuestión lingüística contra lo catalán haya vuelto a la virulencia cuando el invento castellano del falso valencianismo lingüístico creado el mismo año que el primer Estatuto catalán (1979) se haya venido completamente abajo por el peso de la razón.
¿Fascismo lingüístico, dicen? No, no es sólo eso. Son genocidas lingüísticos. Ayer, hoy y mañana. El castellano es la lengua de todos los españoles. Eso dice la Constitución. Los demás españoles tenemos el permiso de Castilla para hablar la nuestra, pero sólo dentro de nuestro redil. Lo aceptamos y firmamos la Constitución. Renunciamos a que se nos reconociera como ciudadanos españoles con todos nuestros derechos en todo el Estado. Pero el castellano es mucho castellano:
“Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora” (Antonio Machado – A orillas del Duero).
Cerraré con las palabras de otro diputado, el único que argumentó jurídicamente la aberración propuesta por UPyD debatida el 25 de septiembre. Me tomaré la libertad de hacer un extracto de su intervención, respetando la secuencia, aunque eliminando algunas partes para hacerlo más comprensible (el original completo puede consultarse aquí):
“Lo primero que persigue el grupo proponente es constreñir y desapoderar por la puerta de atrás a las comunidades autónomas con lengua propia del uso y el ejercicio de esa competencia, sencillamente porque discrepa en términos políticos de cómo la han ejercido y porque desea imponer un modelo que no es el que mayoritariamente ha querido esta Cámara cuando se ha pronunciado a través de la ley, han querido los parlamentos autonómicos cuando lo han hecho y, sobre todo, ha querido la gran mayoría de los ciudadanos de este país que viven a diario bajo un régimen de cooficialidad lingüística que, además, ha sido reiteradamente fiscalizado y auditado en su validez jurídica por nuestro Tribunal Constitucional. ¿Y cómo persiguen ese fin? Lo hacen presentándonos una proposición de ley orgánica de desarrollo de un derecho fundamental, desconociendo que el artículo 81 de nuestra Constitución nunca puede ser entendido como un título atributivo de competencias.
Como suele ocurrir en todas aquellas tendencias que prefieren aminorar las diversas sensibilidades que existen en nuestro país, la iniciativa acoge deliberadamente una lectura descontextualizada de los artículos 14 y 139.1 de la Constitución. Es cierto que el artículo 139.1 de la Constitución dice que todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado. Pero es obvio que en un Estado políticamente descentralizado, como ya señaló el Tribunal Constitucional desde la tempranísima sentencia 37/1981, y desde entonces hasta hoy, no puede hacer que este artículo se entienda como un principio de uniformidad, porque sería contrario a la esencia misma del modelo descentralizador y de nuestra forma de Estado. Por tanto, igualdad no es uniformidad. Y no lo es tampoco en el ámbito de los derechos constitucionales, según ha puesto de relieve el propio tribunal en su sentencia 247/2007.
El artículo 14 de nuestra Constitución contiene dos principios diferentes que, por cierto, la proposición entremezcla con escaso rigor técnico. Por una parte, el principio de igualdad en sentido tradicional, es decir, como aquel que exige que la ley se aplique a todos por igual. En este sentido, la igualdad sería la ausencia de privilegios. Y, por otra parte, la igualdad es entendida también en nuestro artículo 14 como tutela antidiscriminatoria, es decir, como un derecho y como una política pública orientada a reaccionar frente a ciertas bolsas de discriminación que, a pesar de la literalidad de la ley, persisten en las sociedades democráticas. Pues bien, con arreglo a esta idea, el principio de igualdad supone tratar igual lo que es igual pero al tiempo tratar de manera diferente lo que es distinto, y más aún, intentar favorecer a quien se encuentre en posición de desventaja. Ese es el mandato del artículo 14 de nuestra Constitución.
El constituyente de 1978 reconoció a otras lenguas distintas del castellano el estatuto constitucional de lengua oficial, con el objeto de impedir la marginación y el acoso que habían sufrido en el pasado, evitando así la humillación que padecían todos aquellos españoles que la seguían utilizando como lengua propia, y lo hizo estableciendo un principio absolutamente clave, el de territorialidad, que es bien fácil de entender. Un valenciano, un gallego, un vasco o un catalán tienen derecho a utilizar plenamente su lengua en su territorio, en el territorio de su comunidad autónoma; sin embargo, aun siendo españoles y aun siendo titulares del derecho a la libre elección de lengua, no pueden hacerlo fuera del territorio de la comunidad. Esta es la regla de territorialidad que ha establecido el constituyente. Ese es el punto de equilibrio del artículo 3 de nuestra Constitución: pleno derecho al uso de la lengua propia, pero solo dentro del ámbito de la comunidad. Evidentemente, señorías, este principio de territorialidad no es unidireccional, por eso también tiene su correlato en todas aquellas personas que residen en una comunidad autónoma con lengua oficial distinta del castellano y que optan por utilizar esta última. Al igual que sobre los primeros, también sobre ellos pueden recaer ciertas condiciones de ejercicio en relación con su derecho a la libre elección de lengua que son consideradas, precisamente en atención al fin constitucionalmente perseguido, como condiciones de ejercicio razonables, proporcionadas y que se ajustan a las previsiones de la Constitución y de las leyes. Por tanto, en estos casos, señorías, no hay discriminación ni un trato desigual, lo que hay son posiciones jurídicas distintas derivadas del principio de territorialidad y de la necesidad de hacer compatible derechos lingüísticos de todos los españoles, de todos, cuando convergen en un territorio donde hay dos lenguas oficiales” (el diputado por el PSOE, Sr. Caamaño, en la sesión plenaria del Congreso del 25 de septiembre de 2012).
(1): Si has pasado a la nota antes de acabar de leer la entrada, vuelve donde estabas leyendo. Lee esta nota al final.
El artículo 32.3 de la Ley de Política Lingüística de Cataluña reproducido al principio no está completo; le falta la frase final:
“Esta norma no se aplica a las marcas, a los nombres comerciales y a los rótulos amparados por la legislación de la propiedad industrial”.
Es decir, que en realidad, las marcas y los nombres comerciales (lo que se conoce en realidad como los rótulos de los establecimientos, que no son lo mismo que los carteles informativos ni la señalización) vienen regulados por la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas, cuyo artículo 11.9 dice:
“Tanto la solicitud como los demás documentos que hayan de presentarse en la Oficina Española de Patentes y Marcas deberán estar redactados en castellano. En las Comunidades Autónomas donde exista también otra lengua oficial, dichos documentos, además de en castellano, podrán redactarse en dicha lengua”.
Más de uno se habrá quedado de piedra, ¿verdad? Los rótulos con el nombre comercial o la marca deben figurar obligatoriamente, al menos, en castellano. Por eso Bancaixa también fue Bancaja.